No encontramos referencias de actividad femenina en el arte hasta un poco antes de la Edad Media, momento en que trasciende la pintura y el dibujo entre las jóvenes de las clases altas, tal y como nos resumen autoras de referencia como Patricia Mayayo en su libro Historias de mujeres, historias del arte (Ediciones Cátedra, 2003).
En los siglos XVII y XVIII, en las Academias, poco más cambia la situación, ya que las mujeres son admitidas, pero no en igualdad de condiciones que sus compañeros hombres. Podían pertenecer a la academia, pero no acceder a premios, ni tener modelos al natural (ni masculino ni femenino) a no ser que fueran a una academia privada a la que, además, tenían que pagar más por el hecho de ser mujer. Era una constante la falta de visibilidad de la mujer como creadora y la hiper visibilidad de la mujer como objeto dentro de la historia del arte.
Serán los Salones los que se abran a las artistas entre la segunda mitad del siglo XVIII y los principios del siglo XIX.
Conforme avancen los años, ellas se irán introduciendo en los géneros considerados masculinos, hasta el momento, aunque sin dejar de ceñirse al decoro femenino. Un ejemplo de ello es Rosa Bonheur, muy de actualidad tras la polémica suscitada por su obra El Cid guardada en los almacenes del Museo del Prado.
Rosa Bonheur fue pintora y una adelantada a su tiempo. Convivió sin esconderse con sus dos parejas, mujeres también, y se dedicó a la pintura de animales y del mundo rural de una manera casi autodidacta al principio. Y es que, introducirse en temáticas calificadas como masculinas, como eran pintar escenas ocurridas en los mercados de ganado, implicaba que, si debían visitar lugares destinados de manera exclusiva a los hombres y querían evitar ser acosadas, tenían que travestirse en hombre frecuentemente. Rosa Bonheur no tenía ningún problema.
La presencia de artistas iba en aumento y ya se empezaba a publicar textos concretos sobre ellas, pese a que se las mantenía al margen del mundo masculino. El arte realizado por mujeres no dejaba de ser considerado una afición.
Llegarán las Vanguardias y pasarán los años, muchos, y no será hasta la década de los 70 del siglo XX cuando gracias al punto de inflexión que sufre el feminismo, no explote un sinfín de lenguajes innovadores que hablan de libertad, igualdad y diversidad.
También el cómic vive este cambio y se produce un boom en el considerado “cómic de adultos”.
Las autoras empiezan a reivindicar sus derechos como mujer, entre ellos a decidir sobre su propio cuerpo, dejando constancia de que lo personal también es político. Atrás quedaron esas mujeres nada despiertas cuyo lugar ideal era el “dulce hogar” en el que se las podía ver “disfrutar” fregando el suelo de rodillas, como le pasaba a Doña Jaimita, la madre de Zipi y Zape.
Laura Pérez Vernetti, Ana Millares o María Colino son algunos ejemplos de dibujantes que difuminaron esa falsa identidad femenina que existía o esos roles prejuiciosos a los que se nos había limitado a las mujeres. Pero también denunciaron violencias machistas como las violaciones, tanto las sufridas por extraños como las ocurridas dentro del matrimonio. Marika Vila publica en 1977 una historieta en la que se puede leer «…y cada día, una mujer es violada por un extraño» junto con «…cada noche, una mujer es violada con la legalidad del matrimonio».
Si hablábamos de lo necesario que fue ese giro del movimiento feminista en los años 70, tanto para el mundo de la historieta como del arte en general y en la vida misma, no podemos terminar sin destacar ese levantamiento popular en masa que volvimos a vivir en 2018 y que hace que las autoras y, sobre todo, las generaciones nuevas como Flavita Banana o Ana Penyas, en el ámbito de la historieta, o Paula Bonet a través de pintura y grabado, sigan trabajando para que esa libertad, igualdad y diversidad que seguimos persiguiendo, impregne los pensamientos y mentes más adversas y lo hagan de la misma manera que lo hicieron Cindy Sherman o Núria Pompeia.
¡Que el ritmo no pare! ¡Y el feminismo en el arte, tampoco!