Adidas acaba de presentar el primer logotipo personal de Lamine Yamal, la joya del FC Barcelona. Un símbolo que, según la marca, condensa quién es, de dónde viene y cómo juega. En la práctica, el emblema mezcla las iniciales LY con el número 304, los últimos dígitos del código postal de Rocafonda, el barrio de Mataró donde nació. El resultado es un logo contundente, de formas geométricas, que pretende convertirse en la marca visual que acompañe la carrera del joven futbolista.

El lanzamiento vino acompañado de un vídeo publicado en redes: Yamal aparece en un entorno íntimo, dibujando en un cuaderno lo que supuestamente son los bocetos de su identidad. La narrativa publicitaria es clara: el jugador no solo deslumbra en el campo, también se sienta, lápiz en mano, y es capaz de diseñar el logotipo que le representará en adelante. El relato es épico, aspiracional, directo al corazón de sus seguidores. Pero también es profundamente problemático.
El problema no está en el logo en sí. El problema es cómo se cuenta. Mostrar a Yamal dibujando su emblema como si lo hubiera concebido él mismo es, en el fondo, un engaño. No porque el jugador no pueda tener ideas o inspirar el resultado, sino porque se omite la figura de quienes realmente han hecho el trabajo: diseñadores, directores de arte, estrategas de marca.
Diseñar no es hacer un garabato en una libreta. Es investigar, idear, refinar, probar escalas, verificar legibilidad, pensar en aplicaciones, asegurar reproducibilidad en soportes tan distintos como una bota, una camiseta, una pantalla o un tatuaje improvisado en la piel de un fan. Reducir todo ese proceso a la imagen romántica del futbolista artista no solo es simplificar, es invisibilizar.
La publicidad lleva décadas construyendo estas narrativas. Nike lo hizo con Michael Jordan. Puma con Neymar. En todos los casos, se presenta al atleta como creador total de su propio universo visual. Pero el caso de Yamal llega en un contexto muy distinto: hoy, el diseño es un sector que lucha por el reconocimiento de su valor profesional, que denuncia concursos precarios y que reclama visibilidad. En ese marco, este tipo de relatos no son inocentes, son contraproducentes.
Para la mayoría de seguidores, el vídeo refuerza la idea de que diseñar es simplemente “tener una idea” y dibujarla. No hay conciencia del trabajo detrás, ni de la especialización técnica que implica. Se difunde, una vez más, la percepción de que cualquiera puede hacerlo, de que el diseño es un accesorio simpático y no un servicio profesional de alto valor. Que constaba hacer lo mismo pero rodeado de profesionales que le asesoran, le complementan y convierten sus ideas en un proyecto serio, que además, es lo que suele ser la realidad con cualquier cliente.

Esto tiene consecuencias reales. Si marcas globales como adidas escenifican que un adolescente puede “diseñar” su logo en un cuaderno, ¿qué mensaje llega a empresas más pequeñas, a instituciones públicas o a quienes encargan identidad? El mismo que tantos diseñadores denuncian a diario: “esto lo puede hacer cualquiera”.
Para quienes trabajan en diseño, la lectura es amarga. No se trata de reclamar protagonismo personal, sino de exigir reconocimiento colectivo. Porque cada vez que una marca oculta el rol de los diseñadores, se mina la percepción de la profesión. Y, con ella, se debilita la capacidad de exigir condiciones dignas, precios justos y respeto por los procesos.
La ironía es evidente: adidas invierte millones en marketing para que el logo de Yamal se convierta en un símbolo global. Y sin embargo, decide que el relato más potente es fingir que ese logo salió de los trazos espontáneos de un chico de 17 años. En términos narrativos puede funcionar, pero en términos culturales es un tiro en el pie.

La paradoja es que el relato honesto habría sido aún más poderoso. Mostrar cómo un equipo de diseñadores interpretó las vivencias de Yamal, cómo se transformó Rocafonda en geometría, cómo se convirtió una pierna izquierda en un signo gráfico, cómo se articuló todo en un símbolo escalable. Mostrar la colaboración real entre deportista y diseñadores habría dado más peso a la marca y más credibilidad al mensaje.
Porque lo que convierte a un símbolo en icónico no es el mito de un garabato improvisado, sino el proceso riguroso que lo hace universal. Los logotipos de Michael Jordan, de Roger Federer o de Cristiano Ronaldo no son grandes por el storytelling falso de que los diseñaron ellos, sino porque fueron concebidos para funcionar, con profesionales que sabían lo que hacían.
Adidas ha apostado por la épica fácil: el niño genio que diseña su logo. Pero esa decisión revela una falta de respeto por el diseño como disciplina. Y en un contexto en el que la profesión pelea por su reconocimiento, este tipo de relatos no son inocuos. Son una forma de erosión cultural que termina perjudicando a todos: al propio Yamal, cuya marca se construye sobre una ficción, a los diseñadores, que ven borrado su trabajo, y a la sociedad, que sigue creyendo que el diseño no requiere más que un gesto espontáneo.
La historia del logo de Lamine Yamal podría haber sido una lección de colaboración creativa entre deporte y diseño. En cambio, se ha convertido en un ejemplo de cómo las marcas prefieren el mito a la verdad, incluso cuando esa elección significa menospreciar una profesión entera.
Actualizado 07/09/2025