«Diseño coste cero», por Víctor Palau

El Ayuntamiento de Madrid cambia, actualiza, rediseña… como quieras llamarlo, su logo. Y lo primero que sale de la boca del alcalde es ese orgulloso “coste cero”. Bravo, señor alcalde. Quizá deberíamos probar entonces con “políticos coste cero” o “decisiones coste cero”, ya que estamos en ese juego. Porque no sé qué hemos hecho los diseñadores para que se nos ningunee de esta manera, pero el menosprecio ya roza lo grotesco. Señor alcalde, ¿qué significa exactamente “coste cero”? ¿De verdad cree que si lo hace internamente no cuesta? Claro que cuesta. Y costará más. Primero, porque si lo han hecho funcionarios del Ayuntamiento, esas personas cobran un sueldo, así que eso de “cero” es sencillamente falso. Y segundo, porque adaptar una identidad visual implica cambiar miles —por no decir millones— de soportes: placas, membretes, señalética, documentos, vehículos, uniformes, papelería, aplicaciones digitales… ¿También eso es coste cero? ¿O lo que realmente quería decir es que, si se hace así, se evita abrir un concurso, tener que trabajar con estudios y agencias de branding y, en definitiva, esquivar cualquier proceso serio que limite la capacidad de hacer lo que a uno le dé la gana? Pero lo más preocupante no es el logotipo en sí. Es la sensación que transmite. El mensaje simbólico. Ese subtexto que cala rápido: que el diseño no vale nada. Que cualquier funcionario con un ordenador y un poco de gracia puede resolver la imagen institucional de una de las capitales de Europa. Que los miles de estudiantes que se están formando en escuelas de diseño —en Madrid y en toda España— están preparándose para un trabajo que, según usted, vale cero. Y si el Ayuntamiento de Madrid, con todo lo que representa, no invierte ni un euro en su propia identidad, ¿qué se supone que harán las empresas? Pues lo mismo: coste cero. Llevar el trabajo del diseño a ese rincón donde “si lo puedes hacer dentro, mejor; si lo hace el sobrino, también; total, es diseño”. Y eso nos devuelve a un escalón más abajo como profesión. Un descenso lento, casi invisible, que se ha ido normalizando. Nadie hace absolutamente nada para frenarlo, quizá porque muchos ya lo dan por perdido. Lo grave es que una corporación pública considere que la imagen del Ayuntamiento de Madrid —la institución que firma contratos, impuestos, licitaciones, documentación social, cultural, administrativa— no merece inversión. Que basta con que alguien de dentro le cambie un poco el dibujo y listo. Como si fuera poner una alfombra nueva o cambiar las luces de Navidad. De hecho, lo presentaron justamente en ese contexto, como si fuese un adorno más en el encendido. Y así nos va. El contraste con Barcelona es evidente. Allí, el proyecto costó más de 100.000 euros. No estoy diciendo que el proceso fuera perfecto —porque no lo fue, y su concurso fue rápido, con dinero relativo y un resultado que no gustó a todo el mundo—, pero al menos hubo presupuesto, profesionales externos, un encargo formal, un reconocimiento del valor del trabajo. En Madrid, en cambio, ni proceso, ni aviso, ni transparencia. Y por si alguien piensa que exageramos, conviene mirar otros casos. El Ayuntamiento de Murcia presupuestó 8.000 euros para la imagen gráfica de la ciudad. Mientras tanto, para las luces navideñas adjudicó 800.000 euros. Cien veces más. Es decir: la iluminación efímera vale cien veces más que la imagen institucional que se supone que representa a toda la ciudadanía. Y yo me pregunto: si a las luces les dieran 700.000 en lugar de 800.000, ¿serían mucho peores? ¿De verdad no podrían seguir siendo espléndidas? Porque con los 100.000 restantes, la identidad gráfica de Murcia habría sido la repanocha. Y no porque la agencia se hiciera rica, sino porque ese dinero construye industria: paga a fotógrafos, a ilustradores, a diseñadores junior, a directores de arte, a tipógrafos. Ese es el tema. Y por si queda alguna duda de cómo valoran el diseño otras administraciones, ahí van algunos ejemplos: la identidad de Euskadi costó hace una década más de 280.000 euros. La identidad de París 2024 superó los 600.000 euros. No porque los franceses o los vascos sean derrochadores, sino porque entienden que una identidad institucional es una infraestructura simbólica, no un cuaderno de colorear. Por eso este tipo de acciones —las de Madrid, las de Murcia, y también las de concursos exprés como el de Barcelona— terminan devaluando nuestro trabajo hasta hacerlo casi indefendible. Todo se reduce al precio y al “me gusta / no me gusta”. Nadie quiere entender que detrás hay procesos, investigación, estrategia, impacto económico, coherencia visual. Y así es imposible construir un relato social del valor del diseño. Lo peor es que quienes deberían defender esto —colegios profesionales, asociaciones, instituciones vinculadas al sector— están a otra cosa. Nadie irá al Ayuntamiento a decirle al alcalde que así no se hacen las cosas, que así no se respeta una profesión, que así no se construye imagen pública. Nadie lo incomodará. Y dentro de unos meses, cuando la polémica se diluya, el alcalde estará exultante contando que ese logo lo hizo él, que es “suyo”, que se consiguió sin gastar nada. El alcalde como diseñador del futuro.El diseñador como trabajador de coste cero.

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