Las series de Miguel Calatayud en la revista Trinca fueron un revulsivo para toda una generación de futuros historietistas que han sido la esencia de la transformación de la historia del cómic español.
A principios de los años 70, la revista Trinca intentó aportar un aire de renovación al cómic hispano con un acercamiento a las revistas que se publicaban en Francia. El régimen franquista seguía relegando la historieta al ámbito infantil y juvenil y su censura no permitía ni siquiera imaginar una mínima similitud a la revolución que se estaba viviendo en Francia con revistas como Hara-Kiri o Charlie Mensuel, auténticas puertas de entrada de una concepción adulta del cómic.
Pero con todas las limitaciones, autores como Antonio Hernández Palacios, Víctor de la Fuente o Bernet Toledano traían a la revista una visión del género novedosa y avanzada, muy diferente a la que los lectores habían conocido en los cuadernillos de aventuras. Y, además, estaba Miguel Calatayud.
Frente al meticuloso y brillante academicismo del resto de autores de la revista, Peter Petrake era una explosión de auténtica modernidad que se nutría sin prejuicios de la renovación formal que venía de Europa con autores como Guy Peellaert o Heinz Edelmann. Quizás la censura no viera problemas en los ingenuos guiones de la serie, pero sus formas eran un mazazo al clasicismo formal del cómic, una fiesta de cromatismos vivos y sensuales, de formas pop y de vitalidad exultante.
Una exuberante celebración de la libertad expresiva que se cargaba de significancia al contrastarla con la dura represión política que todavía vivía el país.
Aunque la obra de Calatayud fuera incomprendida para unos lectores que, con dificultad, conseguían dar el salto del imperante estilo de Ambrós a la espectacularidad del barroco trazo de Hernández Palacios, sus series en Trinca fueron un auténtico revulsivo para toda una joven generación de futuros historietistas que se estaba gestando en las Facultades de Bellas Artes.
el cómic como arte
En plena ebullición del pop-art, de la figuración narrativa o de movimientos como Estampa Popular o Crónica de la Realidad, Calatayud ponía el cómic en el centro de la experimentación artística, al mismo nivel que el resto de las artes. Y su discurso caló en el grupo de autores que se arremolinaban alrededor de fanzines como El Gat Pelat: Daniel Torres, Sento, Micharmut, Mique Beltrán o Manel Gimeno encontraron en Calatayud una guía para acercarse a la historieta desde perspectivas que sabían combinar las tradiciones expresivas con la renovación más atrevida.
Pero el trabajo de Calatayud no se detuvo ahí: a principios de los 80 publicaba en la maravillosa colección Imposible de la editorial Arrebato La pista Atlántica, un nuevo salto adelante sin red en el que partía de los postulados de la línea clara para explorar las posibilidades expresivas del trazo más fino y delineado. Una trama canónica de género negro bien preñada de un pionero discurso ecologista servía de base para un festival de luminosa mediterraneidad, en el que el dibujante trabaja la página como una unidad gráfica, aprovechando al máximo el fetichista formato de una publicación que seguía fielmente el estilo de la famosa colección Atomium dirigida por los hermanos Pasamonik.
El fino rotring se va perdiendo en una barroca composición que bebe del cine musical de Busby Berkeley para plantear geometrías imposibles donde la trama y la línea dialogan para sustituir la narratividad del color, convirtiéndose en protagonistas absolutas de un tsunami de modernidad e innovación creativa.
Las futuristas aventuras de Gili Lacosta volvieron un año después en El proyecto Cíclope, publicada en las páginas de la revista que había consolidado y popularizado la etiqueta de “Nueva Escuela Valenciana”. Pese a la militante modernidad de Cairo, la obra de Calatayud destacaba sobre el resto como un auténtico recital de descubrimientos y sorpresas visuales, que mantenía las claves argumentales y formales sin perder ni un ápice su capacidad de abrir fronteras para el noveno arte.
La editorial Desfiladero acaba de publicar un cuidado integral que reúne las dos aventuras de Gili Lacosta, La pista Atlántica, con una laboriosa restauración de los originales que hace el resultado todavía más espectacular, si cabe, pero sobre todo permitiendo comprobar que la obra de Calatayud sigue avanzada a su tiempo: casi cuarenta años después de su publicación original, sus dibujos siguen pareciendo vanguardias de futuras expresiones del noveno arte. Una obra colosal.
Actualizado 07/11/2022