Nuevo curso, nuevas preguntas para el diseño

Empieza septiembre. Se terminan las semanas de calor sofocante, de descanso a medias, de ese dolce far niente tan necesario como culpable. Y lo confieso: este verano me lo he pasado más pensando que trabajando. Pensando en lo que hacemos, en lo que dejamos de hacer, en lo que tiene sentido seguir haciendo. A veces, demasiado. Ganó el no hacer nada, sí, pero también ganó el pensar. Y de esas vueltas veraniegas lo que me queda son preguntas. Porque empezar un nuevo curso no es tener respuestas claras, sino abrir el cuaderno en blanco y atreverse a escribir las cuestiones que de verdad importan. El contexto en el que trabajamos hoy es radicalmente distinto al de hace unos años. Cuando comenzamos con Gràffica, encontrar información en nuestro idioma sobre diseño era casi imposible. Recuerdo devorar cada libro o revista que llegaba a mis manos, como si fueran piezas únicas de conocimiento. Hoy, en cambio, estamos rodeados de voces. Hay tutoriales para todo, gurús que aparecen de la nada, cursos exprés, podcasts, newsletters, perfiles en redes que parecen tener la receta de cómo ser un diseñador de éxito en diez pasos. Y ahí surge la primera gran duda: ¿qué sentido tiene nuestro trabajo en un mundo en el que parece que todo el mundo hace lo mismo, lo cuenta todo, lo comparte todo? Vivimos en una época de abundancia extrema. Herramientas, referencias, discursos, plataformas… todo al alcance de cualquiera. Lo difícil ya no es acceder, sino filtrar. Y es inevitable preguntarse: ¿Nos está ayudando esa abundancia a ser mejores o, al contrario, nos paraliza por exceso? ¿Hasta qué punto la tecnología nos libera o, en realidad, nos arrebata poco a poco el valor de lo que hacemos? Me pasa algo curioso. Cada vez que abro una red social, me encuentro con una avalancha de proyectos brillantes, estrategias bien presentadas, identidades impecables. Y al mismo tiempo, con la sensación de que todos se parecen demasiado. Como si la sobreexposición a referentes hubiera borrado los matices. ¿Estamos creando de verdad o solo clonando lo que vemos para no quedar fuera del trending? Este verano he tenido varias charlas con amigos diseñadores, muchos de ellos ya con canas o con la edad de jubilación superada. Gente con trayectorias impecables, con décadas de experiencia, de repente sin saber hacia dónde dirigir su oficio. Y también he oído, visto e intuido que muchos diseñadores no tan mayores, y no solo en Valencia, que tienen sus estudios tambaleándose. A mí también me asaltan las mismas dudas: ¿dónde está ahora el sentido de lo que hacemos? ¿Qué tenemos que proponer en este nuevo contexto donde lo que antes era valioso hoy se resuelve en segundos? Durante mucho tiempo, la tecnología nos favoreció. Nos dio herramientas para trabajar más rápido, para llegar más lejos, para multiplicar lo que hacíamos con nuestras manos. Pero hoy la pregunta es otra: ¿qué ocurre cuando esas mismas herramientas hacen en segundos lo que antes facturábamos en horas? Ya no se trata de que los clientes tengan el mismo Mac que nosotros. Ahora también tienen el mismo software. Incluso comparten nuestro tablero de trabajo en Figma. Es como ser director de cine y tener al espectador dentro del set corrigiendo escenas… y que, para colmo, lo que produce no esté nada mal. Una locura. La otra cara de la moneda es nuestra propia manera de trabajar. Somos especialistas en dispersarnos. Nos apuntamos a todas las plataformas, probamos todas las herramientas, exploramos cada tendencia. Y mientras tanto, dejamos que lo esencial se diluya. En más de una ocasión me he sorprendido a mí mismo pasando más tiempo navegando en Pinterest que dibujando una idea, o probando prompts en una IA en lugar de pensar si la solución real al problema del cliente era siquiera un diseño o comprarle una bicicleta. Y ahí aparece otra serie de preguntas: ¿Hasta dónde queremos seguir dispersándonos en herramientas, plataformas y modas? ¿Qué diferencia real aportamos frente a la avalancha de opciones que cualquiera puede activar desde su ordenador? ¿Estamos construyendo criterio o solo seguimos repitiendo lo que está de moda? También me he planteado nuestra función de ser críticos con lo que nos rodea. Con tantas injusticias y tanto caradura que puebla la profesión, siento a veces un sentimiento ambivalente. Por un lado creo que es necesario señalar, pero por otro resulta agotador. Porque no siempre hay retorno ni apoyo, y enfrentarse continuamente pasa factura. Y ahí surge otra pregunta: ¿cómo podemos seguir ejerciendo la crítica sin que se convierta en un desgaste imposible de sostener? Por eso creo que septiembre es un buen momento para detenerse. Para dejar de correr detrás de cada novedad y simplemente pensar. No tengo respuestas cerradas. Y quizá lo más honesto sea reconocerlo: este curso empieza con preguntas, no con certezas: ¿Qué podemos aportar que no pueda resolver un algoritmo? ¿Cómo recuperamos el valor de nuestra profesión cuando todo parece estar al alcance de cualquiera? ¿Qué significa hoy ser diseñador más allá de saber manejar software o pedirle a una IA que haga un moodboard? La profesión nunca fue estática. Siempre hemos tenido que reaprender. Lo hicieron los que pasaron del aerógrafo al ordenador, lo hicimos nosotros cuando aparecieron las primeras suites digitales, lo volveremos a hacer ahora. Quizá la diferencia esté en que antes las herramientas sumaban y ahora, en muchos casos, restan valor. Pero también es cierto que ahí se abre la oportunidad: pensar más allá de la herramienta. Lo que me gustaría de este septiembre es que no lo vivamos como un reinicio solitario, sino como un proceso compartido. Porque sé que no soy el único que se hace estas preguntas. Todos, de un modo u otro, estamos en la misma situación: intentando entender hacia dónde va el oficio, qué papel nos queda, cómo construimos relevancia. Y quizá la clave esté ahí: en que la diferencia no vendrá de manejar Figma mejor que nadie, ni de clavar el último trend visual en Instagram. Vendrá de ser capaces de poner sobre la mesa pensamiento, cultura, contexto, ideas. Eso que ninguna herramienta puede dar por defecto. Lo veo cada vez más claro: el futuro no pasa por hacer más rápido lo mismo de siempre, sino por ser capaces de ofrecer soluciones complejas a problemas complejos. Y no siempre la solución será un logo, una web o un cartel. A veces será algo tan sencillo como recomendar una bicicleta, como decía antes. Septiembre siempre ha tenido esa mezcla de vértigo y promesa. El olor de los cuadernos nuevos, la primera página en blanco, la mochila que pesa demasiado. Empieza el curso. Y con él, la oportunidad de replantearnos hacia dónde vamos. Yo ya estoy escribiendo las mías con dudas, con reflexiones, con la intención de encontrar caminos. La pregunta que me hago, y que sé que muchos también se hacen, es sencilla y difícil al mismo tiempo: ¿qué vamos a escribir este curso en nuestras páginas en blanco?

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