Hace unos días dije: «No te dediques al diseño»

Hace poco, por primera vez, le dije a alguien que no se dedicara al diseño gráfico. Fue a la hija de una amiga que acababa de terminar sus estudios y vino al estudio buscando consejo. Sin pensarlo demasiado, solté: "No hagas diseño". Inmediatamente me sobresalté al darme cuenta de que había verbalizado algo que llevaba tiempo germinando en mi interior. Tras 30 años en esta profesión, me di cuenta de que ya no la recomendaría con la misma pasión de antes. Cuando yo empecé, me topé con muchos que decían: "¡Huye ahora que estás a tiempo!". Recuerdo a MacDiego diciéndome eso en su estudio. Luego se lo oí a más. Lo tomaba como una broma, algo sin peso real. Si era tan malo, ¿qué hacían todos ahí? En ese entonces, el trabajo de diseñador era complejo, pero no por la falta de creatividad o experiencia. Eso nunca fue un problema. La dificultad estaba en los medios técnicos. Los ordenadores eran lentos, con poca memoria, y una impresora podía tardar horas en procesar un documento A4. Todo era manual o semi-asistido, pero a pesar de estas limitaciones, el oficio tenía un aura casi artesanal que lo hacía fascinante. Con el tiempo, la tecnología evolucionó. Hoy en día, tenemos ordenadores ultrarrápidos, software intuitivo y herramientas que automatizan gran parte del trabajo. Pero esta "facilidad" técnica también ha traído cambios profundos y, en muchos casos, perjudiciales para el sector. El entorno profesional se ha vuelto hostil. Hace 20 o 30 años, un ayuntamiento respetaba más el trabajo de un diseñador que ahora, donde los concursos públicos son una carrera de obstáculos con exigencias desmesuradas y condiciones leoninas. A esto se suman los "chiringuitos del diseño": fundaciones, centros e institutos que viven del "apoyo" al diseño mientras su impacto real es nulo. No defienden el oficio ni mejoran las condiciones del sector. Al contrario, perpetúan una precariedad que va en aumento. Por otro lado, los propios diseñadores no han logrado profesionalizarse lo suficiente. Se sigue validando el modelo del freelance aislado, el "lobo solitario" que trabaja desde casa sin estructuras empresariales que ofrezcan solidez y peso frente a terceros. Los espacios de trabajo son cada vez más caros, y vivir en grandes ciudades, donde tradicionalmente se concentra la actividad creativa, se ha convertido en un lujo inaccesible para muchos. Hace 30 años, tener un Mac era un signo de distinción profesional. Hoy, todo el mundo lleva un "Mac" en el bolsillo en forma de un teléfono con capacidad para editar imágenes, diseñar logos o generar contenido con herramientas de inteligencia artificial. La ejecución, que solía ser un campo exclusivo para los profesionales, ahora está al alcance de cualquiera. La barrera de entrada al oficio se ha diluido, y con ella, la percepción de su valor. En cuanto a los precios, el panorama es desolador. En los 90, las tarifas por proyectos eran significativamente más altas. Hoy, un estudio reciente de Brandemia revela que el salario medio de un diseñador en España ronda los 21.000 euros anuales, una cifra inferior a la de otras profesiones con menos exigencias creativas y técnicas. Sin embargo, y a pesar de todo, no cambiaría mi profesión por nada del mundo. El diseño es maravilloso: es creativo, flexible y enriquecedor. Te permite configurar una vida en torno a la cultura, el arte y la estética. Pero lo que me enfada es la situación actual y las perspectivas para las nuevas generaciones. Me gustaría pensar que los que vienen estarán mejor que nosotros, no peor. Por eso, cuando le dije a esa joven que no se dedicara al diseño, no era una condena a la profesión en sí misma. Era una llamada de atención al entorno que la rodea. Si el sector no cambia, si no luchamos por dignificar nuestro trabajo y profesionalizar nuestra industria, seguiremos condenando a los futuros diseñadores a un contexto hostil y precarizado. Y eso, francamente, no es lo que deseo para nadie.

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