¿Debería hacer falta un título para hablar en redes sociales? China exigirá credenciales a quienes hablen de ciertos temas sensibles

La propuesta china de verificar a los creadores que hablan de salud, derecho o finanzas reabre un debate incómodo: ¿debería existir un control sobre quién puede opinar de ciertos temas? Y lo más delicado: ¿quién pone el filtro? Imagina que para dar consejos sobre cómo organizar tus finanzas personales o mejorar tu bienestar emocional en redes, necesitases presentar tu título universitario. No para ejercer, sino para poder publicar el contenido. Eso es, más o menos, lo que acaba de proponer China: exigir credenciales digitales a quienes hablen de ciertos temas sensibles. Si quieres opinar sobre educación, presenta tu licenciatura. Si subes un vídeo sobre salud mental, acredita tu formación. Las plataformas no solo deben verificar esa información, sino mostrarla públicamente. Un paso más, y no menor, en la estrategia de control digital del país asiático. A primera vista, la medida puede tener lógica. ¿Por qué cualquiera debería recomendar medicamentos o estrategias financieras sin una formación adecuada? Pero claro… hablamos de China. Y en este caso, el contexto es todo. Porque lo que puede sonar como una herramienta de responsabilidad también puede funcionar como un filtro ideológico. ¿Es una forma de proteger al ciudadano o un modo más sutil de censura? ¿Un intento de profesionalizar el debate o de limitarlo? Sea cual sea la respuesta, la intención es clara: controlar un ecosistema donde la influencia ha crecido más rápido que la capacidad de regularla. Y aquí aparece la verdadera pregunta: ¿hay temas que deberían estar reservados solo a voces acreditadas? Más allá del debate sobre libertad de expresión, este tipo de iniciativas reaviva una incomodidad profunda: ¿hasta qué punto puede, o debe, cualquiera hablar de todo? Porque, seamos honestos, no es lo mismo subir un tutorial de maquillaje que opinar sobre tratamientos oncológicos. ¿Tiene sentido exigir acreditación en algunos temas? ¿Dónde trazamos la línea? ¿Y quién la dibuja? Intentar regular a los influencers abre un dilema casi filosófico: ¿cómo se mide la legitimidad para opinar? ¿Hace falta un título para ser escuchado? ¿Y quién decide qué áreas exigen formación y cuáles no? https://www.instagram.com/reel/DFD5WvJRLHq/ Además, hay que tener cuidado con las excepciones. Si una madre comparte su experiencia con una enfermedad, ¿está desinformando o simplemente narrando su historia? Si una economista habla de ansiedad, ¿pierde valor por no ser psicóloga? Las redes han difuminado la línea entre autoridad y opinión. Y no olvidemos que los influencers no venden diplomas: venden confianza. Su legitimidad no está en su currículum, sino en su capacidad para conectar, emocionar o inspirar. Y eso, la conexión, no se regula con certificados. Ahora bien, tampoco podemos ignorar lo que ocurre cuando se desregula todo. TikTok está lleno de gurús de salud sin formación, coaches financieros con promesas milagrosas y pseudopsicólogos que diagnostican desde el sofá. La libertad de expresión no puede ser excusa para propagar desinformación que pone en riesgo a otros. Así que volvemos al centro del debate: ¿cómo garantizamos que ciertas voces no hagan daño sin apagar la pluralidad que da sentido al espacio digital? ¿Queremos evitar que cualquiera hable de salud o evitar que cualquiera sea tomado en serio cuando no debería? Mientras el algoritmo siga premiando lo viral por encima de lo veraz, cualquier intento de regulación será apenas un parche sobre una fractura más profunda. Gobiernos y plataformas deberían estar liderando la creación de mecanismos que protejan la libertad de expresión sin abrirle la puerta a la desinformación. Pero entre la falta de voluntad, el desconocimiento o simplemente la lentitud, esa tarea sigue sin resolverse. En ese vacío, pensar con criterio no es una obligación, es un acto de autoprotección. No porque el usuario tenga que cargar con todo el peso del ecosistema digital, sino porque, hoy por hoy, es lo único que realmente puede controlar. No se trata de exigir títulos o imponer silencios, sino de construir soluciones que ayuden a distinguir entre opinión legítima y ruido interesado. Quizá eso pase por nuevas formas de verificación, pero también por impulsar una alfabetización mediática más realista, más cercana, más urgente. No para exigir más a quien escucha, sino porque quienes deberían proteger el debate público todavía no saben, o no quieren, cómo hacerlo. Lo más inquietante de todo esto es que la pregunta ya no es solo sobre China. Es sobre nosotros. ¿Queremos influencers certificados o ciudadanos críticos? ¿Queremos limitar quién habla o abrir el espacio a voces diversas sin caer en la manipulación? ¿Queremos controlar la conversación o aprender a movernos mejor dentro de ella?

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