Smiley e hijos, por Enric Jardí

Costó algunos milenios hacer un resumen de la figura humana solo con la cara. Pero una vez asumido, nos encontramos caras en todos lados, incluso en la escritura. La cara separada del cuerpo es una imagen que se consolida finalmente en el siglo XX. Quizá el caso más popular sea el de Smiley, esta cara amarilla y sonriente. La paternidad de este logo ha sido muy discutida y ha pasado por todo tipo de polémicas y pleitos. Ha habido quien ha encontrado sus orígenes en cosas como inscripciones hititas pero la versión más aceptada es que fue creada por Harvey Ross Ball, un artista comercial de Worcester, Massachusetts (EE. UU.) para una campaña que tenía como propósito motivar a los vendedores de una compañía de seguros. En los 70 el francés Franklin Loufrani lo explotó comercialmente, aunque posteriormente se ha asociado erróneamente a menudo al movimiento hippie. A finales de los 80 tuvo un revival, esta vez ya sin copyright, y relacionado con la música acid house. A partir de aquel momento es difícil no ver en un Smiley la expresión de alguien en pleno subidón, aunque también ha acabado representando una suerte de felicidad beatífica y artificial. Históricamente la representación de la figura humana ha superado un proceso de reducción de todo el cuerpo hasta llegar a resumirlo en la cabeza. Mientras que en las pinturas rupestres los humanos son siempre figuras de cuerpo entero, a medida que se avanza en el tiempo y se van sofisticando las técnicas de representación, el cuerpo va acortándose. En las culturas de Mesopotamia y del Antiguo Egipto sigue habiendo figuras de cuerpo entero pero para la representación del individuo, sobre todo por el retrato, también se empieza a utilizar figuras en forma de busto. Se corta el tronco aproximadamente por el diafragma e incluso, cuando hay poco espacio como en las monedas, se corta por el cuello para representar a determinada persona, especialmente en Roma. El busto de esta época sobrevive en el icono que nos encontramos cuando no hemos puesto ninguna imagen en nuestro perfil de usuario en las redes. En la época helenística, pronto se vio que solo con la cabeza del gobernante bastaba para mostrar su autoridad a lo largo de todo el territorio. De ahí las cabezas de las monedas. La historia del retrato es por tanto la historia de una sinécdoque, la parte por el todo. Una mano o un pie no representan a la persona, pero sí la cabeza. Para escarnecer al decapitado se muestra su cabeza al público (cuando en realidad hay más cantidad de reo en el cuerpo sin cabeza que se ha quedado en el patíbulo). Así lo hacemos también con los trofeos de caza. La cabeza colgada en la pared nos recuerda que un día matamos todo lo animal. El paroxismo de esta idea llega al siglo XX con la representación ya no solo de las cabezas si no solo de las caras. Antes del Smiley ya habían aparecido cabezas sin cuello, como las que se ven en los fotomontajes vanguardistas para carteles y revistas de los años 20 y 30. En los 60, cuando nace el Smiley, el diseño gráfico, la publicidad y el lenguaje del cómic ya han adiestrado nuestra percepción y no necesitábamos más que unas formas simples de un trazo y dos puntos para ver una cara. Cien años antes nadie hubiera visto una cara sonriente en el Smiley. Aunque la propiedad intelectual de Smiley ha sido motivo de disputas hasta hoy, parece imposible controlar los derechos de una cosa que ha estado tan presente en el paisaje. Smiley sigue vivo en cualquier bazar con objetos a 1, 2 y 3 euros, con licencia o sin ella, entre otras cosas porque es una imagen extraordinariamente sencilla. Pero sobre todo Smiley sobrevive a través de sus hijos no reconocidos, los emojis. Estos dibujos que sustituyen a los emoticonos hechos con signos de puntuación se han colado en nuestro sistema de escritura, ahora con los ojos expresivos de la cultura del manga y del anime japoneses. Los emojis nos sirven para expresar lo que no podemos o no sabemos escribir con palabras, lo mismo que hacemos con el lenguaje corporal que acompaña al habla.

Smiley e hijos, por Enric Jardí

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