¿Qué pasaría si a Pedro Sánchez no le gustara el nuevo logo de Repsol y exigiera volver al de Cruz Novillo?

Imaginemos la escena. Pedro Sánchez comparece en público y declara que el nuevo logotipo de Repsol no le convence. Que, en su opinión, la compañía debería recuperar la identidad que diseñó Cruz Novillo hace décadas. Lo dice con la solemnidad de quien cree estar defendiendo algo más que una estética: la memoria, la tradición, lo que muchos recuerdan como “lo de siempre”. Al día siguiente, miles de simpatizantes socialistas aplauden el gesto y se suman a la campaña: critican en redes la modernización de la marca, dejan de repostar en las estaciones de servicio, convierten el logotipo en trending topic. El runrún crece. Los medios amplifican el debate, los tertulianos opinan sobre tipografías y colores, y la presión alcanza niveles insostenibles. La oposición, mientras tanto, entra en cólera por la injerencia. La “fachosfera” y la llamada “máquina del fango” estallan en erupción: tachan a Sánchez de dictador, de entrometerse en la libertad de empresa, de atentar contra la iniciativa privada. Y lo más curioso: muchos de esos mismos críticos se apresuran a salir en defensa… del diseño. Unos en nombre de la libertad de mercado, otros en nombre de la memoria de Cruz Novillo, otros simplemente por llevar la contraria. El resultado es grotesco: tertulias televisivas discutiendo sobre si la tipografía nueva o la vieja era mejor, si el trazo tenía más fuerza, si el recuerdo emocional justificaba mantener lo antiguo. Se suceden debates en prime time con expertos de un bando y del otro, arquitectos gráficos reconvertidos en gladiadores mediáticos, periodistas opinando sobre kerning y legibilidad como si fueran elecciones generales. En cuestión de semanas, la empresa empieza a notar el golpe: caen las ventas, los analistas rebajan previsiones, los accionistas se inquietan. Para frenar la sangría, la dirección no ve otra salida que dar marcha atrás y volver al logotipo antiguo. Y todo por una frase del presidente. Suena exagerado, casi una sátira. Pero lo cierto es que algo muy parecido ha ocurrido en Estados Unidos. Allí no fue Repsol, sino Cracker Barrel; y no fue Pedro Sánchez, sino Donald Trump. Y lo que parecía un simple ejercicio de rebranding terminó convertido en un conflicto político, económico y cultural. La empresa eliminó de su identidad a “Uncle Herschel”, el personaje barbudo apoyado en un barril que llevaba desde 1977 en su emblema. Un cambio habitual en la era digital: simplificar trazos, limpiar detalles, buscar escalabilidad. En la práctica, era un rediseño más de los muchos que hemos visto en grandes compañías internacionales. Pero en cuestión de días, la decisión se convirtió en un incendio. Para millones de clientes, Uncle Herschel no era un adorno: era la esencia de la marca, un puente con la memoria. El rechazo se propagó en redes sociales, en tertulias y en los propios restaurantes, donde el tráfico empezó a caer. Y entonces llegó el giro político: Donald Trump, desde su red social, declaró que el nuevo logo era un error, que Cracker Barrel debía volver al antiguo y que admitirlo sería “la mejor encuesta posible”. Poco después, felicitó a la compañía cuando dio marcha atrás. La reacción de la empresa fue fulminante. En apenas semanas, Cracker Barrel retiró el nuevo logo, recuperó al personaje y frenó sus planes de remodelar los locales. El discurso oficial fue claro: “We hear you”. Un reconocimiento público de que habían subestimado la fuerza emocional de su identidad. Pero la rectificación no evitó las consecuencias: la compañía reconoció un desplome de hasta el 8% en tráfico, la caída de sus acciones en bolsa y la revisión a la baja de sus previsiones de ingresos. Un simple logotipo convertido en detonante de pérdidas millonarias. El episodio de Cracker Barrel es más que un tropiezo de branding. Es la prueba de que el diseño se ha convertido en un campo de batalla cultural donde se cruzan emociones, política y economía. La empresa pensaba que estaba haciendo un simple ajuste gráfico y descubrió que, en realidad, estaba tocando una fibra identitaria. Un logotipo no es solo un dibujo: es un contrato emocional. Y cuando lo rompes, el público reacciona. Lo llamativo, sin embargo, no es solo el apego de los clientes, sino el contraste con la indiferencia general que suele rodear al diseño. La mayoría de las veces, la creatividad, el color o la tipografía importan poco o nada. Nadie discute con pasión un cartel de elecciones, una nueva campaña institucional o el rediseño de una gran empresa… salvo que haya una derivada política que los convierta en munición de combate. Solo entonces el diseño entra en la conversación pública. Alberto Corazón decía que el diseño solo será verdaderamente importante cuando un diseñador llegue a ser ministro. Pero en eso creo que se equivocaba: ya hay muchos diseñadores que se comportan como si lo fueran, y la situación no ha mejorado demasiado. Quizá sería más útil lo contrario: que un presidente del Gobierno se metiera de lleno en un logo, en una campaña o en una tipografía. Que encendiera el debate y obligara a todos a mirar de frente cuánto valor hay en el diseño de las cosas que nos rodean. Porque sería maravilloso que la sociedad discutiera con la misma pasión que discute un presupuesto, una ley o un fichaje de fútbol sobre el nuevo símbolo de una empresa, sobre la tipografía de una campaña electoral o sobre la dirección de arte de un cartel. No porque el diseño necesite polémica para existir, sino porque solo cuando se debate de verdad, se le reconoce la importancia que siempre ha tenido.

¿Qué pasaría si a Pedro Sánchez no le gustara el nuevo logo de Repsol y exigiera volver al de Cruz Novillo?

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