¿Qué hay detrás de prohibir las redes a los menores?

Durante años, las redes sociales han planteado la pregunta por la edad del usuario con una ligereza que rozaba la farsa. Bastaba un clic para acceder. Muchos menores entraban sin dificultad en plataformas diseñadas para adultos, que ni consideraban sus necesidades ni anticipaban su vulnerabilidad. Hoy, el escenario empieza a cambiar. Francia legisló en 2023 una norma que exige autorización parental verificable para que los menores de 15 años puedan registrarse en redes sociales. El presidente Macron ha sido categórico: si la Unión Europea no actúa con rapidez, Francia lo hará por su cuenta. En España, el Gobierno ha propuesto una reforma que endurece las condiciones de acceso a las redes sociales, fijando en 16 años la edad mínima para hacerlo sin consentimiento parental. La ley, actualmente en trámite parlamentario urgente, incluye también controles parentales instalados por defecto en los dispositivos. La necesidad de alinear edad legal y edad digital, abre así un nuevo capítulo en la discusión sobre cómo se protege a la infancia en el entorno digital. Mientras tanto, la Comisión Europea trabaja en una herramienta de verificación de edad que permita acreditar la edad del usuario sin comprometer su privacidad, todo ello en el marco del reglamento eIDAS 2.0. Varios Estados miembros han solicitado una normativa armonizada para evitar incoherencias legales entre países vecinos que comparten fronteras, usuarios y plataformas. Normas que quieren proteger, no solo restringir El Reglamento General de Protección de Datos establece que, por debajo de los 16 años, el tratamiento de datos personales requiere consentimiento parental, aunque permite a cada Estado miembro fijar un umbral inferior, nunca menor de 13. España, que hasta ahora permitía el acceso sin consentimiento parental a partir de los 14 años, busca ahora restringirlo hasta los 16, exigiendo ese consentimiento durante dos años más. A esto se suma la Ley de Servicios Digitales, en vigor desde 2023, que prohíbe la publicidad personalizada dirigida a menores y obliga a las plataformas a identificar y mitigar riesgos específicos: desde la exposición a contenidos perjudiciales hasta el uso de mecanismos de diseño pensados para fomentar la permanencia. En mayo de 2024, la Comisión Europea abrió expedientes a varias plataformas por no evitar el acceso de menores a contenido pornográfico. Estas normas buscan algo más que limitar. Proponen supervisión efectiva, diseños digitales adaptados a la edad y mecanismos de consentimiento parental que no sean meramente simbólicos. Pero para que funcionen, requieren coherencia legislativa, capacidad técnica y voluntad política. Diseño, acompañamiento y criterio Según datos de UNICEF, el 98,5 % de los adolescentes tiene al menos una cuenta en redes sociales, y el 83 % está presente en tres o más. La edad media de acceso a internet desde el móvil ronda los 11 años. La OMS, por su parte, alerta de un aumento del 40 % en los niveles de ansiedad en menores durante la última década y estima que el 11 % de los adolescentes presenta un uso problemático de redes. Pero el acceso es solo el inicio. Lo verdaderamente relevante es lo que ocurre una vez dentro: qué mecanismos de diseño operan, qué contenidos se amplifican, qué modelos de relación se refuerzan. Las plataformas sociales no son espacios neutros; están configuradas para maximizar la atención, no necesariamente el bienestar. En ese contexto, el diseño ético adquiere protagonismo. Se trata de crear interfaces comprensibles, accesibles, no invasivas; de algoritmos que prioricen contenido relevante y no solo viral; de sistemas que incluyan pausas, descansos y opciones de desconexión real. El Parlamento Europeo ha reclamado a las grandes plataformas la eliminación de patrones adictivos como la reproducción automática o las notificaciones ininterrumpidas. Educar antes que prohibir Todo esto conduce a una cuestión esencial: ¿se puede educar en lo digital sin permitir una relación directa con el entorno digital? Resulta difícil. La alfabetización digital no consiste en explicar cómo funcionan las aplicaciones, sino en enseñar a discernir, a contextualizar, a decidir con criterio propio. Educar exige contacto real con las plataformas, no simulacros. La experiencia guiada es imprescindible. Imponer restricciones sin acompañamiento puede llevar al efecto contrario: clandestinidad digital, perfiles ocultos, ausencia de supervisión adulta. También hay que reconocer que las redes sociales son, para muchos jóvenes, espacios de expresión, de vínculo y de exploración personal. Negar ese potencial es ignorar una parte central de la experiencia adolescente actual. Y asumir que se puede excluir a los menores del ecosistema digital por decreto es desconocer cómo funciona la tecnología y la socialización contemporánea. Existen alternativas: plataformas educativas, redes con moderación adulta, entornos digitales adaptados por tramos de edad. Pero ninguna de ellas será viable sin inversión pública, implicación institucional y formación específica en las escuelas y en las familias. Common Sense Media lo ha señalado de forma clara: los adolescentes con formación en privacidad toman decisiones más responsables, incluso en contextos no regulados. La educación digital no es un lujo. Es una condición de posibilidad para una protección real. Tecnología, privacidad y preguntas abiertas La Unión Europea avanza en el desarrollo de herramientas de verificación de edad que permitan proteger sin invadir. Entre ellas destaca la Cartera Digital, prevista por el reglamento eIDAS 2.0, que permitirá acreditar la edad sin compartir datos personales sensibles con terceros. Si se implementa correctamente, podría convertirse en un referente de equilibrio entre seguridad y privacidad. Pero no resuelve, por sí sola, las grandes preguntas: ¿quién determina qué es contenido apropiado? ¿Cómo se mitiga el sesgo algorítmico? ¿Y qué espacio dejamos al derecho a explorar, equivocarse y aprender de la experiencia? La tecnología no es neutral. Los mecanismos de control aplicados hoy a la infancia pueden, mañana, extenderse a otros colectivos. Por eso, el debate no debe limitarse a los cómos técnicos, sino también a los porqués éticos y los paraqués políticos. Lo que está en juego Europa está redefiniendo las condiciones en las que los menores crecerán en lo digital. Las redes sociales no son un capricho ni una amenaza en sí mismas. Son el escenario donde se construyen afectos, identidades, discursos y estéticas. Fingir que se puede proteger desde la desconexión es una fantasía poco realista. La legislación puede fijar un límite de acceso. Pero el verdadero trabajo empieza después: en cómo diseñamos esos entornos, en qué tipo de alfabetización promovemos, en qué lugar damos a la voz de los menores cuando hablamos de su futuro digital. No se trata solo de decidir si deben estar o no en redes. Se trata de decidir cómo estarán. Y si estamos dispuestos a acompañarlos en su presencia digital o a dejar que su crecimiento ocurra bajo las condiciones impuestas por el código de otros.

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