La obra de Martin Vitaliti puede entenderse como la sistemática de un proceso de análisis aplicada a la búsqueda de la invisible esencia de eso llamado «cómic».
Asumido, como afirmaba Groensteen, que la definición de cómic es imposible dada su naturaleza elusiva, parece evidente que cualquier intento de taxonomía de la historieta desde los mecanismos conocidos es inútil y condenado al fracaso.
Las tentativas por definirla han partido de una observación global de la conexión de sus elementos constitutivos: imagen, texto, viñetas, onomatopeyas o calles, que se han considerado siempre desde su interacción, intentando extrapolar una definición por acreción que rápidamente se desborda.
La secuencialidad establece condicionantes sobre el tiempo que terminan cuestionando la propia naturaleza de la relación entre las imágenes a partir de su interacción espacial, llegando a conceptos como la solidaridad icónica que, en el fondo, renuncian a la determinación de esa relación para que sean los propios elementos estáticos los que asuman esa responsabilidad dinámica.
La identificación entre lenguaje y canal lleva a una lógica ambigüedad que establece las condiciones del medio como propias del lenguaje, pero que son dinamitadas en cuanto la reproductibilidad benjaminiana se pone en tela de juicio dejando atrás el códice o se identifican formas de expresión que utilizaban ya los elementos propios del cómic en publicaciones del siglo XII.
La aparición de cómics que apuestan por la abstracción termina por destrozar cualquier intento de establecer la narratividad como cimiento fundamental de la historieta como «narrativa gráfica», dejando entrever que la relación entre las imágenes nace más allá de las interpretaciones de secuencia temporal para enraizarse en una naturaleza fisiológica de la percepción cognitiva que trasciende los planteamientos de la Gestalt para introducirse en la interpretación puramente bayesiana de la percepción.
Y, llegados a este punto, el cómic se sienta plácidamente a comer palomitas para ver a los investigadores moverse como ratones en un laberinto a la búsqueda de una salida que no existe.
Sin embargo, hace ya tiempo que el mundo del arte nos avisó de que el análisis global provocaba percepciones que no podían ser explicadas por la suma de las partes: el color de Los lirios de Van Gogh no podía ser reproducido porque, simplemente, no existía: la inducción cromática de los contornos cambiaba la percepción final de un color que era modificado por nuestra mente con la misma facilidad que creaba el resto.
Si el color es un constructo de nuestro cerebro para ordenar el caos de energía electromagnética que nos rodea, ¿cómo no cambiará la percepción de un color para hacerlo más adecuado a su propia interpretación? La única manera de descubrir el color real es aislarlo del resto, separarlo de la influencia de la paleta elegida por el pintor, alejarlo de las formas, de la intuición.
martin vitaliti
Martin Vitaliti hace exactamente eso en su obra: despoja poco a poco a la página de sus elementos para quedarse solo con uno, dejando una parte fuera de su espacio natural para entender su función, su manera de trabajar con el resto de partes mientras reflexiona sobre la propia naturaleza del cómic.
Cuando toma una página del Superman de Siegel y Shuster y deja solo la estructura de viñetas para que el propio personaje arrastre con su superfuerza la calle (#21/I), la paginación se retuerce y rompe su bidimensionalidad mostrando una profundidad inédita: espacio y tiempo de las viñetas se interrelacionan por la tridimensionalidad de la lectura de la página, obligando a establecer una interpretación de la historieta que va mucho más allá de los elementos dibujados, descubriendo una narrativa oculta ligada al movimiento espacial de la página, a la propia consideración del libro como objeto.
Martin Vitaliti despoja poco a poco a la página de sus elementos para quedarse solo con uno, dejando una parte fuera de su espacio natural para entender su función.
No es baladí que opte por la deconstrucción de las páginas superheroicas: la manipulación de la página encuentra sentido con la propia definición del personaje, entroncando con las definiciones de historieta que optaban por la obligatoriedad de la presencia de un protagonista icónico en la narración.
Sin embargo, la interacción entre la naturaleza del personaje y la composición espacial y temporal de la páginas dibujadas crea tensiones que solo pueden dar lugar a interpretaciones que cuestionan el canon tradicional de la historieta.
Si personajes como Flash o Mercurio son epítomes de la velocidad y, por tanto, de la íntima relación que espacio y tiempo tienen para generar una flecha secuencial del tiempo… ¿Pueden ser elementos basales de la esencia de la historieta? ¿Qué relación se puede establecer entre continente y contenido con estos personajes? Las intervenciones #24 o #37 logran un resultado paradójico que avanza en esa idea: si la representación de la velocidad se hace sobre la presencia del personaje repetido en diferentes momentos del tiempo, la secuencia de instantes estáticos desgarra la configuración espacial de página con pasmosa facilidad.
Si centramos la vista en nuestro personaje, persiguiéndolo hasta detenerlo en nuestra retina, la paralización del tiempo arrastra la realidad tridimensional de la página recordando unas experiencias pioneras de Töpffer que se convierten en proféticas.
La reflexión es contundente: la definición de la historieta no nace de sus elementos, sino de la interpretación subjetiva que el lector hace de una realidad glocal (si aceptamos la traslación del uso de ese término).
Los elementos locales, los constitutivos tradicionales, solo encuentran sentido desde una interpretación global que apela al bagaje subjetivo.
En su última obra, Ampo, editada por Marmotilla, Vitaliti expande esa idea a una catarsis colectiva a través del análisis de la magistral y omnipresente obra de H.G. Oesterheld y Solano López, El eternauta. Y lo hace extrayendo de nuevo un elemento aislado de la obra para su análisis: la nieve. En la obra original, la nieve es el arma de los extraterrestres que invaden la Tierra para destrucción sistemática de sus habitantes.
El copo de nieve se transforma en el aviso de una muerte próxima: la poética de su caída, de su balanceo en el viento, la belleza de su geometría infinita, son ahora espantosas expresiones de la letalidad, de la muerte y la desaparición.
La nieve que nunca llegaba a la capital argentina, ese envidiado objeto de deseo de otras latitudes y climas, se convierte en el heraldo de la destrucción, en la esencia del miedo. La popularización de la obra convirtió a Juan Salvo en icono social, en imagen de la Argentina que se enfrentaba a una presión exterior innombrable, a la opresión interior que hacía de las casas las cárceles más desoladoras.
En ese proceso, las imágenes del cómic, las viñetas, comienzan un camino de deconstrucción que las empodera a la par que cambia su significado.
La figura de un hombre en su mono y con gafas de bucear se desfigura hasta ser apropiada por políticos como Nestor Kirchner en sus campañas electorales. Pero la nieve no: la nieve se mantiene como inamovible sinónimo del terror.
Cuando el 6 de julio de 2007 un frente polar provoca que la nieve caiga por primera vez en décadas en las calles de Buenos Aires, la alegría tradicional que provoca una nevada dejaba paso a un escalofrío inevitable. Los copos cayendo no eran el anuncio de batallas de bolas y niños con trineos por las calles, eran pequeñas guadañas de la muerte.
La ficción se ha infiltrado en la sociedad con tal fuerza que no hay vuelta atrás, la razón puede alegrarse por el espectáculo, pero el corazón se encoge por el miedo provocado por una ficción asimilada como realidad íntima. Ampo toma las páginas de El eternauta y deja solo la nieve, blanco sobre el blanco, apenas resaltado por la textura de la tinta, casi invisible a primera vista, pero extrañamente presente.
Pasando las páginas, parece no haber nada dibujado, apenas unas formas que se intuyen mirando de reojo, pero lo que queda es palpable y evidente: la esencia del miedo. No necesita ser dibujada, solo intuida: de repente, de las páginas blancas emerge una historia que no apela a la razón, sino a un sentimiento de gelidez que se propaga por la columna mientras el vello se eriza.
Ampo no tiene sentido sin El Eternauta, claro, pero descubrimos con sorpresa que la obra de Oesterheld y Solano López no tiene sentido sin un color invisible que representa la nieve con extraordinaria fidelidad: en la página de la obra original no hay tinta que de color a la nieve, no hay dibujo que la represente.
Hay un espacio en blanco que, de nuevo, es interpretado según nuestro conocimiento, según nuestra memoria, identificando unívocamente la nieve. No necesita ni siquiera las viñetas, o la indicación de alguna tinta, de algún elemento reconocible de lo que entendemos como cómic: tiene sentido desde un conocimiento colectivo al que se ha incorporado grabado a fuego. La naturaleza popular del cómic no nace de su reproductibilidad, de su naturaleza de medio de masas, sino de su capacidad para incorporarse al imaginario colectivo.
Como toda la obra de Vitaliti, Ampo es una propuesta de reflexión que deja más preguntas que respuestas, pero que avanza en el entendimiento de lo que es la historieta como pocos análisis han hecho.
Actualizado 20/10/2021