Hay un clásico error al exponer diseño, sea gráfico o de producto, y es coger códigos del arte para hacerlo. No voy a entrar en si el diseño es arte, esa discusión es estéril y además aburrida. Pero lo que sí es evidente es que no se puede exponer igual el diseño que el arte.
El lenguaje artístico como personal e íntimo suele tener un alto factor críptico. El diseño no debería tenerlo. Concretamente, el diseño gráfico está hecho, la mayoría de las veces, para comunicar algo. Da igual que, pero ese objetivo de comunicación trasciende la propia pieza.
Por otro lado, en una exposición de arte, el placer o la experiencia estética justifica por sí sola la muestra. En diseño no es así. Las exposiciones de diseño son, o bien recopilaciones históricas/temáticas, o bien monografías de autores o bien exhibiciones de algún premio. Es decir, las piezas están al servicio de una narrativa expositiva, ya sea de tesis, documentalista o de simple excelencia, en el caso de los premios. Esta traslación del arte al diseño hace que por ejemplo los museos se centren en encontrar primeras series, originales, objetos únicos. Tratándose de un soporte seriado no tiene demasiado sentido. Hay que vigilar que la calidad de la versión expuesta sea la más cercana a la que se decidió en origen pero más allá de eso, el fetichismo del original no aporta nada a la narrativa de la exposición y bien poco a la experiencia estética.
El otro error es exponer diseño como si estuviéramos en una tienda. Esto es más común en el diseño de producto pero también sucede en algunas de piezas gráficas. Hay exposiciones que solo hace falta poner el precio a los productos que se muestran. Eso, además de anular cualquier información más allá de la propia pieza tampoco ayuda a generar ningún relato comprensible.
Un Museo no es una tienda y tiene un objetivo pedagógico o de difusión que requiere otro tipo de interfaces expositivos.
Para evitar estos dos errores hay que intentar generar un lenguaje propio para el diseño. Emulando al histórico líder de Izquierda Unida, Julio Anguita con su: “Programa, programa, programa”, yo diría que la única opción es “contexto, contexto, contexto”. Sólo dando muchas pistas sobre el contexto de las piezas expuestas podremos entender el porqué de su sistema de impresión, de la elección de los colores, de los materiales, de su formalización y se su carga conceptual.
Sin contexto, yo no soy capaz de saber si un logotipo que ha ganado un premio es acertado o no. Sin contexto, no entiendo porque en esa época sólo usaban dos tintas planas. Sin contexto, no entiendo a que hace referencia esa pieza que utiliza un metalenguaje. Sin contexto, no entiendo porqué ese posicionamiento ideológico del diseñador. Sin contexto, no veo la línea que conecta esos dos movimientos, esas dos piezas. Sin contexto, solo veo piezas que me gustan o no, pero para eso ya está Pinterest.
El contexto se puede mostrar de muchas formas. Desde situar dentro de un timeline a hacer mapas conceptuales del momento sociocultural al que pertenecen.
En cuanto a las exposiciones de premios creo que el presupuesto debería formar parte de la ficha técnica. En arquitectura es habitual mostrar lo que ha costado la construcción, también se puede hacer en diseño. Por otro lado, no hay que tenerle miedo a los textos anexos. Es cierto que hay gente que no le gusta leer pero hay que entender una exposición como un proyecto multicapa donde, quien quiera, pueda profundizar a capas más profundas.
Un ejemplo de lo que digo sería la sala dedicada al cartelismo de la Guerra Civil y el Pabellón de la República hecho en París en 1937 del Museo Reina Sofia. En esa sala los carteles no son piezas exentas sino que forman parte de una narración que hace comprensible al visitante, tanto el momento histórico, como los códigos gráficos, así como el papel de Josep Renau en el proyecto del pabellón del 37, por ejemplo.
En este vídeo se puede ver ese punto intermedio entre lo que se ha llamado “exposición de archivo” y una exposición al uso.
Actualizado 01/03/2019