El logo ya no basta, por Víctor Palau

Los logos ya no impresionan a nadie. Durante años, bastaba con lucir uno en el pecho, en los pies o colgando del brazo para entrar en la rueda del estatus. Era sencillo: si podías pagarlo, lo llevabas. Y si no podías, te buscabas una falsificación. El resultado era el mismo: aparentar. Pero ahora eso ya no vale. Las falsificaciones son una plaga. Están por todas partes y al alcance de cualquiera. Niños, chavales, adultos sin ningún tipo de sensibilidad estética o funcional, lucen ropa y productos de marca —auténticos o no— como si eso bastara para colocarlos en una categoría superior. Y, lo peor, es que las marcas lo han permitido. Lo han fomentado. Y con ello, han dinamitado su propio valor. Cuando tus zapatillas de 600 euros acaban en barrios donde cuestan más que el salario mensual de quien las lleva (y muchas veces ni siquiera son originales), algo está fallando. Si cualquiera puede llevar un bolso, unas gafas, un reloj... ¿por qué alguien en un barrio rico iba a pagar cien veces más por lo mismo que otro ya está luciendo en versión fake? Si la distinción se iguala por abajo, lo exclusivo se convierte en vulgar. Ante este escenario, las marcas de lujo han empezado a moverse. Y lo han hecho con una idea muy clara: hay que salir del logo. Dejar de vender solo productos. Pasar a otro terreno. Uno donde no se pueda falsificar. Así es como hemos llegado al nuevo lujo: la experiencia. Hermès no necesita otro bolso con H dorada. Da clases de yoga. Louis Vuitton no solo imprime maletas, abre hoteles. ALO no se conforma con vender ropa deportiva, monta gimnasios VIP. ¿Por qué? Porque saben que hoy el verdadero símbolo de poder no se cuelga ni se viste: se vive. Cualquiera puede comprar un logo. Pero no cualquiera accede a un estilo de vida coherente, cuidado, real. Uno que transmite bienestar, autenticidad, refinamiento. Y, sobre todo, que no puede replicarse en un taller clandestino. No se trata de hacer eventos elitistas o experiencias inalcanzables. Se trata de hacerlas verdaderas. No fingidas, no imitadas. Reales. Que respondan a lo que la marca dice ser. Que se sientan. Que no se puedan piratear. Y aquí está el cambio de paradigma. Las marcas que entienden esto están apostando por crear valor en lo que hacen, no solo en lo que venden. Porque ya no basta con que tu marca comunique valor: ahora tiene que convertirse en valor. ¿Y qué podemos hacer nosotros como diseñadores? Porque sí, puede que no tengamos gimnasios en Los Ángeles ni hoteles con vistas al Sena, pero eso no significa que estemos fuera de este cambio. Al contrario: estamos en el centro del problema. Y también de la solución. Durante años, muchos clientes han creído que diseñar una marca era diseñar un logo. Un dibujo vectorial, bien trazado, bonito, aplicable. Y con eso, ya estaba todo hecho. Pero la realidad ha cambiado. Hoy, un logo por sí solo no basta. No es diferencial. No sostiene una marca. Es, como mucho, un punto de partida. Lo que realmente importa es lo que hay detrás: la historia, la actitud, la coherencia, el estilo de vida que proyecta. Nuestro trabajo ya no es solo diseñar signos, es diseñar significado. Ayudar a construir universos que no se puedan copiar en cinco minutos. Crear experiencias auténticas, tangibles o intangibles, que comuniquen valores reales y no solo apariencia. Tenemos que empezar a decirle a los clientes que lo importante no es que su logo se vea, sino que su marca se sienta. Que si quieren diferenciarse, no basta con encargarnos un diseño bonito: hay que pensar cómo viven, cómo hablan, cómo suenan, qué transmiten. Qué hacen que nadie más pueda hacer. Porque si todo lo que tienes es un logo, eres falsificable. Pero si consigues construir una experiencia que refleje tu esencia —única, coherente, no impostada— entonces ya no estás vendiendo un producto. Estás vendiendo algo que no se puede copiar. Y ahí es donde empieza el verdadero valor del diseño.

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