«Cuando nadie te elige, pero te pones tú solo: la trampa de la falsa representación», por Víctor Palau

Un día, un grupo de personas funda la Asociación de los Caminantes del Bosque. Son cinco, tienen algo de tiempo libre y mucha ambición. Comienzan organizando paseos, luego charlas. Pronto, se presentan al Ayuntamiento como los portavoces del bosque. Nadie más lo ha hecho, así que cuela. Les dan una sala, algo de presupuesto y, con el tiempo, la representación oficial de todos los que caminan por el bosque. Pero el 95% de esos caminantes nunca ha oído hablar de ellos. No los conoce, ni los ha votado. No sabe que alguien está hablando en su nombre, firmando acuerdos y cobrando subvenciones en su representación. Y lo peor es que cuando alguien levanta la mano y pregunta “¿pero quiénes son estos?”, ya es tarde: están en la foto, en la nota de prensa, en el acto institucional. Y desde ahí no se bajan. Y ahora imagina esto, pero en el sector del diseño. Imagina que alguien se sube a una silla y empieza a hablar en nombre de toda una comunidad profesional. No pide permiso. No pregunta. Simplemente se presenta como la voz del grupo. Y lo más inquietante es que, al cabo de un rato, llega un representante institucional, le estrecha la mano y le dice: “Gracias por estar aquí en nombre del diseño”. Ese gesto, tan absurdo como real, ocurre más de lo que pensamos. No es un fenómeno exclusivo del diseño. Lo hemos visto antes. Asociaciones vecinales que dicen representar barrios sin que los vecinos las conozcan. Observatorios culturales con nombres pomposos que no observan nada, pero acumulan subvenciones. Fundaciones que actúan como si fueran ministerios sin cartera. Y sí, también pasa en el arte, en la música, en la educación. Entidades privadas con apariencia institucional que se apropian de una voz colectiva para alimentar su propia agenda. Esto pasa en València, Madrid, Barcelona y —me atrevería a decir— en cualquier otro territorio donde exista un mínimo de estructura cultural y algo de presupuesto público. Y no solo en el diseño gráfico. También en el audiovisual, el diseño de producto, la ilustración o el arte contemporáneo. En todo lo que forma parte de la cultura visual. Es un fenómeno discreto, pero profundamente corrosivo. Porque quienes ocupan ese espacio de representación no han sido elegidos, ni consultados, ni refrendados por el sector. Son empresas, asociaciones o fundaciones privadas que, con una narrativa cuidadosamente ambigua, se colocan en el centro del relato. “El diseño de está presente…”, “el legado creativo de nuestra comunidad…”, “la voz del sector…”. Frases que no mienten, pero tampoco dicen la verdad. Frases que colocan a quienes las pronuncian en una posición de autoridad que nadie les ha concedido. En València, esto tiene nombres concretos. La Fundació del Disseny —una empresa privada, aunque su denominación parezca otra cosa— acude a eventos institucionales como si hablara en nombre de todos. Pero lo que está presente no es el diseño valenciano: están ellos. Su marca, sus intereses, su red de contactos. Y gracias a una estética institucional, una comunicación calculada y una sutil complicidad con ciertas administraciones, consiguen instalarse como representantes sin haber sido nombrados. Han convertido la historia del diseño valenciano en un capital propio. Utilizan nombres, proyectos, imágenes y trayectorias ajenas como si fueran parte de su herencia. Se arrogan la tarea de custodiar el patrimonio gráfico de toda una comunidad como si fueran sus administradores legítimos. Pero nadie les ha pedido eso. No han sido elegidos por los profesionales. No han sido votados. No han abierto procesos participativos. Simplemente, se han colocado ahí. Y con ese relato ambiguo consiguen acceso a fondos públicos, encargos, visibilidad, representación internacional… y, en algunos casos, sueldos de cientos de miles de euros. Todo ello sin que la mayoría del sector lo sepa, lo entienda o lo apruebe. ¿Cómo han llegado ahí? Con frases envolventes, con estética institucional y con la pasividad —o la complicidad— de quienes deberían velar por una representación justa. Lo más desolador es que esa falsa representatividad no tiene respaldo popular. Basta con mirar sus redes sociales: apenas unas decenas de likes, comentarios de conocidos, silencio general. No hay entusiasmo, no hay comunidad, no hay conversación. Y muchos de tus colegas te lo han dicho. Solo una insistencia artificial por construir un relato de relevancia que no está conectado con la realidad del sector. Pero aún así, persisten. Porque esa persistencia da réditos. Les da visibilidad, contratos, poder y —en algunos casos— sueldos de dinero público. Este fenómeno no es solo un problema de València. Se repite, con otros nombres y formas, en distintas comunidades autónomas. Fundaciones, institutos, asociaciones con apenas socios que se erigen como portavoces de profesiones enteras. Y las administraciones, muchas veces sin malicia pero con negligencia, les abren la puerta y les conceden la voz. Así se pervierte la representación. Así se debilita el tejido real del diseño. ¿Quién habla por nosotros? ¿Quién decide qué es el diseño valenciano, madrileño, catalán, o español? ¿Y por qué aceptamos que alguien lo haga sin preguntarnos? No basta con tener un nombre institucional ni con saber redactar comunicados con frases envolventes. La representatividad se gana. Se construye con legitimidad, con participación, con comunidad. Y si no es así, lo demás es un engaño.

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