Impactante en sus testimonios, el libro Activismo Gráfico revela las tensiones de un período que el activismo gráfico argentino supo reconstruir por medio de mensajes, acciones e intervenciones en el espacio público. Diseño, arte y política en estado de gracia frente al sistema y sus desigualdades.
Cuando Iconoclasistas surgió en 2006, con ellos surgió una forma de relato gráfico, de representación del territorio que, –sin mencionarlo–, retoma los mapas derivativos y las psicogeografías situacionistas. Sin embargo, en la fantasmagoria de Iconoclasistas otros tópicos emergen vinculados con el ámbito de la agitación y la protesta, como las asambleas, los movimientos independientes de izquierda y los frentes populares. Bajo referencias como los mapeos de Bureau d’ études, el arte popular y el barroco, Iconoclasistas también reconocen de Bauhaus –de histórica e inamovible reivindicación en la Universidad de Buenos Aires– “un valorable intento por democratizar las comunicación visual, aunque terminó siendo la base de un universo gráfico monótono, globalizado y fagocitado al máximo por las multinacionales” según ilustran por medio de elaborados diagnósticos de época.
El libro Activismo Gráfico (Ediciones Wolkowicz, 2017) de María Laura Nieto y Paula Siganevich representa una síntesis definitiva del diseño activista en Argentina. Un epígono, una esmerada elaboración de reflexiones donde se entrelanzan historias secretas que testifican acerca de distintos períodos sociales y políticos de la Argentina. Entre muchos méritos, el libro activa la memoria del período comprendido entre 2001 y 2016, con entrevistas a Juan Carbonell, Taller Popular de Serigrafía, Gráfica Popular GRAPO, Mujeres Públicas, Iconoclasistas, Onaire y los pioneros El Fantasma de Heredia, realizadas –en casi todos los casos– varios años atrás. Autores y diseñadores peregrinan sobre rastros de la historia del diseño social como el GAC (de su sigla Grupo de Arte Callejero), Piquete de Ojos, las fábricas recuperadas de Brukman (acción de la que da cuenta la escritora Naomi Klein en The Take), además de referencias mundiales como Roman Cieślewicz, Victor Margolin, Le Quernec y Alejandro Magallanes entre otras notas al pie de valor compilatorio. Granadas mentales, bombas pequeñitas que convierten a Activismo Gráfico en un dispositivo en el orden de lo esencial.
Si para María Ledesma «faltaba un relato que reconstruyera la historia cotidiana de esos grupos, describiendo la cocina de sus modos productivos, los secretos de su constitución, las complicidades, los problemas, los modos de supervivencia y especialmente sus vinculaciones con el campo», es posible entonces que Activismo Gráfico represente una de las pocas descripciones de nuestro tiempo a la altura de los conflictos sociales de entonces. Activismo Gráfico indaga además en distintas formas de producción: esténcil, afiches, serigrafias, objetos, pegatinas, acciones en la calle, entre muchas formas de intervención en el espacio público que no son patadas juveniles al sistema, sino la consolidación de un diseño de la disidencia «referido a la definición del diseñador como sujeto político, posicionado entre el mercado y el arte, aquello que expresaba una tensión novedosa y generadora de imágenes» según la presentación de las autoras, quienes encontraron en estos grupos rasgos de una sensibilidad común acerca de lo que sucedía en la sociedad.
Acciones que consolidan Mujeres Públicas –entre voces de mujeres con autoridad que atraviesan el libro–, quienes se sienten más cerca de otras prácticas, pero que sin embargo se afirman como un grupo de activismo visual feminista, identificadas con piezas radicalizadas como Cajita de Fósforos, Trabajo Doméstico y Proyecto Heteronorma. A partir de la coyuntura política, de forma similar trabajaba entonces Taller de Gráfica Popular, «hicimos cosas en torno a los Derechos Humanos y participábamos de los encuentros de Memoria, Verdad y Justicia», según detalla Lucas Giono. Testimonios que describen las tensiones sociales de 2001, como también refuerzan los afiches de GRAPO, «la gente se manifestaba de forma genuina, y eso nos influyó». En cambio, para Onaire el estilo es la voz, el género discursivo es la forma de hablar, como afirman en sus obras Amar Luchar Vivir y Éxodo. «Siempre tuvimos claro que queríamos una pieza que uniera todas las voces en una única voz colectiva», según describe Gabriel Mahia acerca de su misión estética. Vale destacar –como argumento breve para sintetizar el mandato del libro Activismo Gráfico, pero también como una manifestación del perfil de estos colectivos– aquello que señala la experimentada Magdalena Jitrik, para quien, en la independencia, existe una urgencia de imágenes, una urgencia sociopolitica que habla el mismo lenguaje, que Activismo Gráfico rescata con valor documental.
Actualizado 05/05/2021