El proyecto Pirulí, Pirulón, Pirulero empezó hace tres años con un cartel que quizás suene a muchos lectores y en la que se leía: «En esta ciudad el cartel está casi muerto». Detrás de esta sentencia estaba David Torrents, mente pensante y mano ejecutora. Ahora David retoma el proyecto para hacer una reflexión sobre la etiqueta ‘de diseño’. Él mismo nos narra los motivos en el siguiente texto.
¿Y si a alguien le importara nuestra opinión?
Cuando paseo levanto la cabeza embobado. En cambio miro cuando tengo los ojos atentos en algún hecho al que he decidido dedicarle mi pensamiento, es un acto voluntario. Pero cuando me embobo no. Me embobo con la mirada en el infinito y el pensamiento en la nada. No sé qué cara tengo cuando paseo, pero puedo imaginarme con los ojos desorbitados y mi cabeza girando según me dictan los ruidos que oigo. Solamente en este estado soy capaz de sorprenderme, porque soy de los que se paran delante de un pirulí para leerlo.De pequeño, cuando iba a la escuela no cogía el transporte público, cada día andaba un buen rato desde mi casa a la escuela. Recuerdo casi todas las tiendas, escaparates, semáforos, bancos, ventanas y puertas que me encontraba por el camino. El trayecto de ida duraba unos veinte minutos, porque tenía que apresurarme para no llegar tarde, pero me parece que a la vuelta tardaba más o menos una hora, porque la dedicaba a embobarme y a percibir los cambios ocurridos en la calle respecto al día anterior. Lo leía todo, me imaginaba la ciudad como un gran libro con páginas pegadas a las paredes. Hacía una lectura atenta de lo que me explicaban si mi estado de ensueño me lo permitía. La información subía al consciente para volver al inconsciente cuando veía que no me importaba lo que leía.
Fue entonces cuando me convertí en un lector obstinado de carteles. Aprendía sobre política, con frecuencia sabía todas las manis que se convocaban aquella semana, festivales de circo, películas que se estrenaban el sábado, alguna obra de teatro… Sin embargo, lo más interesante, es cómo activaba un sistema para descartar los anuncios de galletas crujientes, los yogurts de sabores secretos, champús milagrosos para cabellos grasos o el regreso de la primavera de los grandes almacenes. Y en medio de esta desorientación del observador de recompensas, encontraba carteles que me gustaban, entonces me paraba a observarlos o los desenganchaba para llevármelos como un prisionero. Los carteles fueron mi primer contacto con un mundo visual que no tenía en casa.
Aún necesito la sorpresa en la calle pegada en formato papel. Cuando paseo lo hago con la consciencia de mirar involuntariamente, no como cuando visito un museo. Es un espectáculo que no busco, me encuentra, en ocasiones tropiezo con carteles que son como un regalo, y entonces caigo prisionero del deseo de descubrir lo que un desconocido me ha hecho leer. Los carteles en la ciudad construyen una galería improvisada bajo la inclemencia del tiempo y los ojos lluviosos de los peatones en tránsito. Todavía existe un tipo de cartel que vive colgado en los pirulís, anunciando eventos culturales y actos públicos de todo tipo. Hay muchos y variados, nos demuestran que este es un medio dinámico porque capta la mirada de todo el mundo. Incluso, si el motivo lo merece, los rompemos si no estamos de acuerdo o los desenganchamos para volverlos a leer en la pared de nuestra casa. En la intemperie, el cartel vive expuesto para quedarse poco tiempo, una vida corta como el mismo evento que anuncia.
Creo no decir ningún disparate si aseguro que entre la comunidad de diseñadores, los encargos para diseñar carteles no son muy habituales; es más, diría que son escasos. Si nos los piden, con frecuencia están llenos de condicionantes que no siempre permiten que disfrutemos mientras los hacemos.
Ciertamente es un formato que muchos ya consideran caduco y lejano al tecnológico siglo XXI. Pero se tiene que remarcar que paralelamente se está haciendo otro tipo de cartel (permitidme llamarlo también así), pero es un cartel que ya no se cuelga, sino que se expone en forma de miniatura en sitios web o redes sociales, abocado al “me gusta” de los que andan con navegador. Es una variante que ya no se preocupa de la calle, no se imagina colgado para ser leído. Con frecuencia son elaborados sin encargo, fruto de un deseo, una motivación que invita a explorar temas poco convencionales. En algunas ocasiones este tipo de cartel responde también a voluntades de un cliente pero con difusiones reducidas y tirajes cortos para ser leídos en la aparente intimidad de un tweet. Quizá pudiéramos hablar de un cierto espíritu del cartelismo, aquel que se inició con los clásicos del siglo XIX y que sobrevive en el cartelismo cultural y político de vanguardia hasta adoptar, hoy, un formato digital.
Hemos redescubierto el cartel digital como la plataforma para verter nuestra opinión. Sintetizado en frases disfrazadas con buena tipografía, el mensaje vuelve a lanzarse, pero a la calle de las pantallas que el scroll nos hace recorrer con dos dedos. Un nuevo formato, o quizá el de siempre que nos invita a vomitar sintéticamente nuestra opinión con los medios de los que disponemos y con los recursos que hemos aprendido. Quizá más cercano a la guerrilla de las vanguardias, o como otros dicen, quizá es arte, no importa.
En la actualidad hemos reencontrado un medio que nos es propio y que remueve nuestros sentimientos y opiniones, a veces demasiado escondidas, bajo la metáfora de los encargos.
David Torrents
→ www.torrents.info / behance.net/torrents