Joana Biarnés, una entre todos es un emotivo documental producido por RTVE y emitido en 2016. Con motivo del fallecimiento de la célebre fotógrafa, lo repasamos y recordamos algunas de sus memorias más entrañables, divertidas e inolvidables, que también compartió recientemente en la entrega de Premios Gràffica 2018 donde fue reconocida.
Joana Biarnés fue la primera mujer en recibir el título de «fotoperiodista» formalmente. Y lo hizo en los años cincuenta, una época en la que no era precisamente sencillo ser mujer y, además, dedicarse a una profesión como esta. Una de las primeras anécdotas de esta ferviente lucha que mantuvo toda su vida por reivindicar las mismas condiciones que las de sus compañeros de oficio la protagonizó en un campo de fútbol, donde fue para ayudar a su padre a tomar algunas instantáneas.
«Me fui a la portería y me senté. De repente vino el árbitro: “¿Usted qué hace aquí?”. “Instalarme para hacer las fotos”. “Ah, no: esto es solo para fotógrafos”. “Es que yo soy fotógrafo”. “No: usted es mujer”. Le saqué el carné, donde se reconocía que yo, Juanita Biarnés, era fotógrafo. Estaba autorizada. Mientras tanto, todo el campo estaba gritando: “¡Vete a fregar!”, “¿Qué haces aquí? ¿Es que buscas novio?”. Fue espantoso. Menos guapa, me dijeron de todo».
Biarnés confiesa en el documental que nunca fue una gran «aficionada» a la fotografía; que, simplemente, buscaba que su padre estuviese orgulloso de ella. «Siempre me decían: “¿Pero usted sabe dónde se quiere meter?”. “Sí. Quiero ser fotógrafo de prensa”, “Niña, esto es un trabajo de hombres”. Pero no me derrumbaba, no me hundía; había un punto de amor propio, de pensar: “Lo que no puedo es darles la razón”».
Todo comenzó con un pequeño laboratorio fotográfico que su padre montó en casa. «Era un mundo aparte: a oscuras, con luces rojas, y cubetas en las que metías un papel blanco y aparecían imágenes. Magia. Aun así, yo no tenía interés en la fotografía; de entrada, quería ser telefonista», recalca. «Cuando se lo dije a mi padre, me dijo que no, y después pensé en ser dibujante. El primer día que asistí a clase tenía que hacer un botijo. Fue un desastre. Le dijeron a mi padre: “Biarnés, tu hija no va por este camino”», añade.
La primera fotografía llegó por casualidad. Un día llegaron unos excursionistas a casa de los Biarnés buscando a su padre. Habían descubierto una sima y querían retratarla. Él, sin embargo, no podía asistir. «Me dolió por los chicos y por mi padre. Así que fui yo. Bajé con una Leica de mi padre e hice un reportaje. Mi padre ya me veía ahí casi como su ayudanta. Le emocionaron tanto las fotos que las llevó al Mundo Deportivo, donde él estaba de corresponsal en la comarca del Vallés. Fue la primera vez que yo publiqué, digamos, como “fotoperiodista”».
Un día, Juan Biarnés, viendo que su hija no encontraba nada que la motivara a estudiar, le dijo: «Van a abrir la Escuela de Periodismo de Barcelona. ¿Te atreves?». Y Joana claro que se atrevía. «El primer día del curso hacíamos una entrevista con un profesor. A mí me tocó Del Arco: “Así que usted quiere ser fotógrafo”. “Sí”. “Muy bien. ¿Y le gustan los toros?”. “Pues no… no me gustan”. “¿Por qué?”. “No es un problema del toro, sino de la sangre”. “Vale, hemos terminado”», cuenta, enigmática, Joana Biarnés.
«El primer día de clase, cuando me tocó con Del Arco, preguntó: “¿Quién es Juanita Biarnés?”, y le dije: “Yo”. “En el matadero de Barcelona los miércoles matan a toda clase de animales. Ese es el trabajo que tiene que presentar”. Para mí fue una puñalada, pero lo hice. Había unos olores espantosos; peste; gritos de animales… Pero yo tenía que aguantar, demostrar que podía hacerlo», incide. «En la clase siguiente, le llevé las fotografías a Del Arco: “Juanita, muy bien su trabajo. La felicito. Un hombre que está escribiendo un libro sobre las formas de matar en Cataluña le compra las fotos. Será usted una gran reportera».
Pero, al terminar su formación, Joana Biarnés se percató de que no iba a ser fácil trabajar de ello. Su Terrassa natal se quedaba pequeña y, por ello, le pidió a su padre irse a Barcelona. «“Te entiendo perfectamente, pero te tengo que pedir un favor: no me hagas bajar la mirada. Nunca me hagas bajar la cabeza”. Y esa frase me ha acompañado toda la vida. No lo he hecho nunca porque no me lo habría perdonado», cuenta en el documental.
Su buen trabajo y hacer la acabó conduciendo frente al director del diario Pueblo, para el que hizo un reportaje. «Fui a verle y me dijo que estaba sorprendido. Que él creía en las mujeres y que si quería trabajar allí. Era lo que yo buscaba: trabajar en un periódico. Demostrar de lo que podía ser capaz».
Y, un día, los Beatles, una de sus imágenes más conocidas y populares. «Nos mandaron a cubrir la rueda de prensa. Yo hacía las fotos que hacían todos, pero quería algo diferente, sobre todo por lo que mi padre decía: “En un reportaje siempre tiene que haber LA foto”. Pero se me hacía muy difícil porque todo el mundo hacíamos lo mismo. Fui a hablar con el relaciones públicas, un viejecito un poco verde al que se le iban los ojitos con las chicas. Y yo exploté eso un poco: “Ay, venga José Luis, me tienes que ayudar a conseguir un billete en el avión de los Beatles a Barcelona”. Y lo conseguí», recuerda.
«Subí al avión, vi dónde estaban situados cada uno y me fui al cuarto de baño. Abrí los corchetes de la puerta (que eran de aquellos de acordeón, con clips), y metí por ahí la cámara. Empecé a tirar fotos. Estaba contentísima. Pero me vieron: los guardaespaldas y todo el mundo. Y me echaron. Aun así, yo ya tenía LA foto». No era, sin embargo, suficiente.
«Me quedaba el gusanillo de: “¿Y si pudiera conseguir algo más?”. Me fui al hotel donde se alojaban. En la recepción me dijeron: “No hay nada que hacer, está todo muy controlado”. “¿Y el montacargas?”. “Ah… pues ahí no lo sabemos”. Me metí ahí, y directa a la suite. Me abrió Ringo Starr, y le dije: “Yes, it’s me… One picture onlye, please”. Me dejaron pasar: estuve con ellos tres horas. Incluso estuvimos hablando del flamenco (les enseñé el ritmo de las palmas, “un, dos, tres; cuatro, cinco, seis”) y la comida española. Después me cogí un avión para Madrid y entregué el material. Luego me enteré de que se había indicado que la prensa publicara información de su paso por Madrid, pero poco más. Se lo ofrecí a la revista Ondas. No cobré nada, pero al menos se publicó», recuerda.
Joana Biarnés desprendía confianza en la gente que fotografiaba, y no eran pocos los personajes que se ponían ante su objetivo. «Me decían: “Te lo digo a ti, pero no lo publiques”. Sara Montiel, por ejemplo, era única. Ella te decía dónde te tenías que poner, pero yo no la obedecía. Le comentaba: “O me tienes confianza, o no”. A la Duquesa de Alba le tengo mucho cariño; Lola Flores era un trueno. Te volvías loca para fotografiarla. Y Audrey Hepburn… era igual que en la pantalla. Tenía unos ojos fantásticos. Con el Cordobés tuvimos una gran amistad, incluso nos llevó en avioneta», narra.
El festival de Eurovisión al que asistió Massiel (y ganó) también fue un punto de inflexión. «Cuando salió nominada, la acompañé a París para comprar el vestido. Ella tenía la idea de vestirse de Christian Dior; yo quería quitárselo de la cabeza, porque ella era muy joven, la canción era juvenil, fresca, graciosa… y Dior, en aquel momento, era superalta costura. Acabamos yendo a Dior. Las vendedoras miraban a Massiel de arriba abajo: “No creo que tengamos nada que le puede ir bien a usted”. Y nos fuimos. Le dije entonces: “¿Por qué no vamos a Courrèges?”. Creo recordar que el primer traje que le sacaron fue el definitivo. Luego se vendieron una burrada porque todo el mundo quería el traje del “la, la, la”».
De Serrat también guarda un buen recuerdo. «Tuvimos mucha química desde el principio. Cuando llegó a Madrid no conocía a nadie, pero había mucho interés en saber quién era aquel chico del Poble Sec. En la época de Franco, Serrat estaba entre Nueva York y México e hizo un comentario que no gustó nada. Le cerraron la frontera en España: le dijeron que estaba prohibido entrar. Sabíamos que estaba mal y tenía una actuación en Nueva York. Pues fuimos a llevarle pan tumaca para animarlo un poco».
Dalí, un «loco divino; un loco precioso», también acabó convirtiéndose en un gran amigo para Joana Biarnés. «Yo le hacía mucha gracia: una chica, y a él que siempre le han gustado las mujeres… Le llamaba y le decía: “Mestre, que me he enterado de que vas a Madrid. Quiero estar a tu lado, no ahí detrás del todo”. Siempre tenía una exclusiva para mí porque me tenía un cariño especial. Y siempre había un motivo; o se lo inventaba; o lo provocábamos nosotros». Especialmente curioso fue el día del sorteo de Navidad.
«Me dijeron que fuera a ver a Dalí y preguntarle qué número iba a tocar. Cogió unos pinceles, puso “60.000” y firmó. Me volví a la redacción y allí me dijeron: “Oye, que Dalí no sepa los números que hay en el bombo es perdonable… Pero que no lo sepas tú…”. Resulta que solo había 55.000 números. Total, que volví otra vez a ver a Dalí: “Tenemos que arreglarlo, porque si no creo que me van a echar del periódico”. Cogió, tachó el 60, puso un número debajo, y firmó poniendo 1964. Recuerdo que cuando me dio el papel, dijo: “Esto es para ti, un regalo. No dejes que el periódico se lo quede porque esto que he hecho, ¡no lo volveré a hacer!».
Acabó dejando Pueblo por convertirse en la fotógrafa oficial de Raphael, con quien compartió también muchos grandes momentos. «En Moscú cumplía años. Le sacamos una inmensa tarta en un concierto, pero a mí no me valía. No era LA foto. Al final se la hice en la Plaza Roja». Después, la ficharon en ABC, desde donde saltó a la agencia Sincro Press, que fundó con un grupo de compañeros alrededor de los ochenta.
«Hice un reportaje gráfico precioso de un señor que se había curado de un cáncer de garganta y quería hacer terapia a gente que estuviera como él. Pensé en que sería una buena promoción si se publicaba en una revista del corazón. Fui a una, y el director lo echó a un lado en seguida: “Esto no vende, nena. Te enseñaré lo que vende”. Sacó una carpeta de Lola Flores con sus hijos vestidos de Reyes Magos. Se me cayó el alma a los pies. Me di cuenta de que me tenía que ir de esta profesión; si tenía que hacer este tipo de periodismo e inventos, no quería seguir». Y así se lo contó a su marido, Jean Michel Bamberger.
Se retiraron a Ibiza, donde ya tenían una casa. «Todos los que visitaban la isla, venían a cenar. Y entonces me dijo Jean Michel: “¿Y por qué no abrimos Ca Na Joana en casa y, si funciona, lo hacemos más grande?”. Empezamos en 1985. El éxito vino porque hacíamos cosas que no hacían los demás. Arzak venía a visitarnos y acabábamos a las tres de la madrugada». El restaurante permaneció abierto veinte años hasta que la pareja se trasladó a Viladecavals, persiguiendo la paz que también les había reportado Ibiza.
Una muestra en Albarracín recuperó toda la obra fotografía de Joana Biarnés y la puso en el punto de mira. ¿Cómo era posible que ella, la primera fotoperiodista española, hubiera quedado en olvido? A partir de 2013, todo su trabajo se vio, finalmente, reconocido; la jubilación más feliz de todas, y una serie de premios que llegaron después (como la Cruz de Sant Jordi en 2014), y que culminó con el reconocimiento otorgado por los Premios Gràffica el pasado 14 de diciembre de este año.
Las fotos tienen alma porque, como decía Joana, «los fotógrafos disparan con el corazón». No habrá ninguno (o ninguna) como ella.