Rúben Fontana ha sido el tipógrafo homenajeado en el 6º Congreso Internacional de Tipografía celebrado hace escasamente dos semanas. Muy amablemente, nos ha cedido el texto de su discurso para su publicación íntegra en Gràffica.
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Hace solo unos 5.400 años, a partir del descubrimiento de los códigos de la escritura y de la interpretación de ese lenguaje, se abrió para los humanos un mundo de infinitas perspectivas. Hace solo 3.800 que empleamos el alfabeto. No tenemos una idea clara de cómo y con qué precisión se producían hasta entonces las comunicaciones, seguramente habrá habido estructuras intermedias que por decantación devinieron en el acontecimiento que nos ocupa. Lo destacable es que aquel descubrimiento posibilitó los avances culturales que desde entonces forman parte de nuestra existencia.
El devenir del lenguaje, al pasar por las distintas culturas que lo fueron adoptando, terminó por delinear no solo la forma de las palabras sino también las estructuras comunicativas, que fueron poco a poco perfeccionándose a través del interminable filtro del uso, la razón y el refinamiento.
Alrededor de este acontecimiento crecieron oficiantes y se desarrollaron técnicas que marcaron los distintos estadios de la comunicación. Primero el aprendizaje de la escritura manual, luego las sutiles formas y avances en la producción de copias que le permitieron a más seres humanos compartir un mismo conocimiento.
Lo que sigue es bien conocido por esta audiencia con vocación de especialistas. Después de la reproducción manual, irrumpió la reproducción mecánica y la multiplicación de los textos. La velocidad de tal difusión derivó en una alfabetización extendida, y más y más personas pudieron dialogar con el pensamiento universal que en una amplísima gama de textos se nos presenta sin límites; los hay para todos los gustos y medidas.
Más recientemente, por la irrupción de una tecnología masiva, la industria de la palabra nos ha proporcionado nuevas herramientas, llegan a nosotros posibilidades hasta no hace mucho impensadas. Expectativas que en nuestra vocación por estos saberes, eran propias de héroes que vivían en mundos situados en la fantasía. De ellos admirábamos sus románticas anécdotas relacionadas con temas que poblaron nuestra imaginación: como aquellos que perdieron todo a manos de sus socios prestamistas, o las peripecias de sus viudas, que debieron malvender las matrices desarrolladas y protegidas con tanto celo por sus hacedores.
O las pequeñas grandes venganzas como las de aquellas matrices tiradas signo por signo al río Támesis. O los románticos incurables que además de la tipografía amaban las locomotoras a vapor y se sacaban fotos de superhéroes junto a las humeantes calderas. También aquellos que perdieron todo en un incendio y recomenzaron; una y otra vez volvieron. Y los que se le animaron a los manifiestos sobre las nuevas tendencias, que fueron y retornaron sobre su misma idea que aún hoy forma parte de la comidilla y es tema predilecto de nuestras discusiones.
Es así que en estos 25 años nos encontramos emulando saberes que involucran siglos, y hemos aprendido por propia experiencia el goce que se encuentra detrás del diseño de fuentes. En cuanto tuvimos la posibilidad que nos brindó esta tecnología salimos a diseñar letras, aprendimos los rudimentos y lo hicimos con singular rapidez y éxito.
Por esta acción hoy la letra es más plural, involucra a más gente, que por el solo hecho de diseñar alfabetos es más culta y precisa en el uso de la tipografía. Ingresar en esta actividad nos ha movilizado, ha abierto caminos perceptivos, nos obliga a pensar más fino.
Al ser este conocimiento horizontal, el mundo es mas democrático, y sentimos que estamos en presencia de una revolución de la que somos parte. Nos abocamos fanáticamente al estudio de la letra. Algunos nos convertimos en profesionales y nos alimentamos de este conocimiento, asistimos a congresos de especialistas y debatimos, nos escuchamos y desarrollamos planes de estudio para la enseñanza y el aprendizaje.
Todos los condimentos del otrora mundo mágico comenzaron a formar parte de una realidad que se ha convertido felizmente en algo cotidiano: el conocimiento y desarrollo de la tipografía por mano propia.
Pasado el impulso inicial después de este cuarto de siglo de innumerables experiencias, cabe preguntarse si al lanzarnos a esta maravillosa aventura nos hemos trazado un norte, ¿elegimos el camino a recorrer en la búsqueda de ese conocimiento, o simplemente iniciamos el diseño de formas tipográficas por la necesidad de experimentar y saciar la vocación, el deseo personal? ¿Nos hemos preguntado qué letra aprendimos? ¿Hemos pensado qué letra enseñamos? ¿Somos conscientes de para qué difundimos el diseño de letras?
Poniendo nuestra atención en la educación, sabemos que algunas escuelas tratan el tema de la Tipografía de manera general, como lo hacían antes de la reconversión tecnológica, enseñando Tipografía como una de las materias que nutren y forman parte del discurso del diseño gráfico, es decir, se centran en la utilización.
Otras, haciendo foco en el diseño de los signos se dedican a profundizar en la enseñanza como una manera de ampliar los horizontes del conocimiento vinculado a la letra: en estas escuelas se enseña a diseñar letras para texto, letras para rótulos, la tipografía corporativa, el diseño de otras escrituras, etc.
Al ubicar el punto de partida aproximadamente en 1990, podemos resumir que al momento hay dos generaciones y media que han desarrollado una experiencia de orden vocacional formalista sobre la letra, y en las cuales quedarían expuestas la falta de planificación sobre los objetivos más profundos que dan sentido al diseño de alfabetos.
Considerando esta situación, si nos situamos respecto al pasado no se ha resuelto el tema de la comercialización del esfuerzo intelectual del que diseña las fuentes. Es más, se ha involucionado. Hasta hace 30 años las imprentas compraban y disponían de las fuentes como una parte de sus haberes para producir los impresos y las ponían a disposición del usuario como un servicio comercial. El diseñador las usaba en la composición para sus quehaceres con libertad, el costo lo amortizaba la imprenta con el uso y todo era muy simple y transparente.
Para la misma función, hoy los diseñadores que procuran el uso del material tipográfico para la realización de su oficio, es decir los que proponen su utilización, deben pagar para poder hacerlo. La industria (las imprentas), y los repetidores de mensajes (los medios) que utilizan las fuentes se desentendieron de esa inversión de capital; las fuentes que se usan van y vienen mientras que solo unos pocos se hacen cargo de pagar. Los estudiantes tratan de trabajar con fuentes piratas y un gran mercado de anormalidades está vinculado a los derechos de autor del trabajo intelectual del diseñador de tipos.
Solo las grandes compañías, por su exposición pública, compran el derecho de uso cuando la fuente es utilizada como parte de su imagen corporativa, pero esos ingresos son una mínima proporción de lo que un diseñador de fuentes tipográficas debería recaudar por el empleo de su esfuerzo, si es que fuera revisado en profundidad el sistema de comercialización.
Respecto a la enseñanza / aprendizaje de estos conocimientos, los que al presente estamos involucrados nos encontramos inmersos en el descubrimiento de las formas más aptas para transmitirlos. Es una disciplina de la que se sabía mucho en términos históricos, anecdóticos, y aunque con otra tecnología de aplicación funcional, pero que en la práctica de su instrucción masiva tiene estos pocos años de experiencia. De hecho, históricamente se enseñaba y aprendía en contacto con el maestro en su taller, y hoy es una instrucción que como tantas otras se imparte a grupos de personas en las aulas de establecimientos académicos.
En estas circunstancias se repiten las mismas inquietudes: ¿Qué letra diseñamos?… ¿Qué letra enseñamos y para qué? ¿Qué parentescos existen entre la letra que diseñamos / enseñamos y los fines de la tipografía?
Por supuesto es difícil e inconveniente generalizar, las observaciones surgen en todo caso de experiencias locales o personales. En la CDT de la UBA, nuestros alumnos tienen dificultad para pensar la letra desde su función, piensan en la letra como forma, les cuesta por ejemplo comprender el nexo entre la forma y la contra-‐forma; el espacio, que nos permite relacionar a las letras una con otra, que posibilita formar y separar palabras, es un trámite que se les antoja abstracto.
Cuando al pasar las generaciones de alumnos vimos que el cuadro se reiteraba comenzaron nuestras dudas, ¿en qué lugar de la instrucción estamos cometiendo errores?
Hicimos consultas con otras escuelas y aparentemente el problema es común. ¿Por qué en el diseño de tipografía no se considera en primer lugar la función? ¿Qué es lo que interpretamos mal de la letra, qué lo que hemos transmitido de la misma? ¿Nos habrá dominado el afán de mostrar habilidades al desarrollar nuestro conocimiento personal, habremos sobredimensionado el rol del tipógrafo como figura dominante de la problemática comunicacional?
Si la época y la masividad nos dicen que es la escuela el lugar donde conviene anclar el diseño de la tipografía, ¿la escuela tal como está concebida hoy día, tiene independencia para pensar con la libertad necesaria, cuál es la mejor forma para que esta letra resulte conducente a fines más utilitarios para los individuos?
Tengamos en cuenta que gran parte del sistema educacional se cimenta en mecanismos de rédito económico y que el comercio dicta sus propias leyes, no siempre coincidentes con los intereses profundos de la sociedad.
En estos términos, ¿es suficiente plantearse para la letra contemporánea la problemática de La copa de cristal? Aquella observación de Beatrice Warde fue originalmente propuesta en 1930. Entre aquel llamado de atención sobre la función de la tipografía y nuestras preguntas han pasado no solo mas de 80 años, sino cosas trascendentes: Una guerra mundial, 2 estallidos nucleares, disputas políticas y territoriales múltiples, creación de nuevas naciones, salidas del hombre al espacio, avances y descubrimientos científicos y un despegue definitivo de la tecnología. También acontecimientos sociales y políticos trascendentes especialmente en América Latina, y a los fines de nuestro particular interés, han transcurrido los últimos 25 años de la tipografía masiva.
Si la sola mención de la historia nos habla de transformaciones profundas, ¿cuál es el planteo de este momento en relación a la letra? ¿Qué es lo que se ha modificado en el mundo entre Beatrice Warde y nuestro contexto? ¿Tenemos en claro de qué se debe ocupar la letra contemporánea cómo para dirigir una estrategia de enseñanza apropiada a las circunstancias?
Por el tamaño demográfico que ha adquirido nuestra tipográfica especie, y la producción de tipografía que se multiplica exponencialmente en simultáneo, estaríamos en condiciones de pensar que se están dando condiciones propicias para producir un salto cualitativo con consecuencias innovadoras en la comunicación escrita.
Conscientemente o no se están revisando todas las formas escritas. Se diseñan alfabetos para las lenguas propias y también para las extrañas, el sistema de Unicode debe considerar temas que por siglos estuvieron prácticamente dormidos. Hay regiones en el mundo que están revisando las formas de escritura impuestas por las lenguas dominantes; y es necesario establecer para los idiomas nativos de amplias regiones, formas de escrituras mas amigables, algunos de los cuales aunque todavía permanecen ágrafos, están en la mira de estudiosos ávidos de allanar el camino de conocimientos no revelados.
La profundización de la alfabetización en todo el mundo queda asociada al tema anterior, pero también excede al mismo, más y más usuarios surgen diariamente. Las comprobaciones físicas, los descubrimientos en el funcionamiento del cerebro a través de las neurociencias y las formas perceptivas de la lectura, más el desarrollo en la aplicación de las nuevas tecnologías, nos hablan de que se están corriendo los paradigmas con que nos hemos formado durante el último siglo en relación al conocimiento y la incorporación de la palabra. Ahora se sabe más y no todo responde a lo que habíamos aprendido.
La sola mención de estos aspectos nos dice que habría que revisar los caminos individuales y colectivos, y que tendríamos que redefinir los objetivos tradicionales que permanecen estancos, para revelarnos entonces para qué diseñamos y estudiamos tipografía.
Si lo anterior nos genera inquietudes, también habrá que abrir las expectativas de aplicación de la tipografía a las singularidades del mundo actual. Las nuevas tecnologías y formas de producción industrial y las aplicaciones propiciadas por nuestro momento cultural, social y político, más la aplicación a la medicina para dar salida a los problemas afásicos y neurológicos nos están cambiando el paisaje, y múltiples alternativas específicas que eran impensadas hace solo unas pocas décadas comienzan a abrirse ante nuestros ojos.
La siguiente pregunta es de las más inquietantes: ¿Hay instituciones pensando en el desarrollo de estos temas o la preocupación de fondo sigue permaneciendo bajo la responsabilidad individual de las personas? Si históricamente ha sido así, que las decisiones sobre los avances de la tipografía permanecen resguardadas por el sentido común de las personas individuales, ¿es ese un paradigma que debe cambiar o debería ser acaso, una preocupación de las instituciones que se ocupan de proteger la lengua en cada país?
Diseñamos y enseñamos a diseñar letras, pero no está explícito cuál es el fin de tanta actividad, ni cuáles los objetivos y cuál la meta, ¿estamos abarcando el problema en su dimensión más profunda?
Y por último, ¿lo que nos debería desvelar, es la letra, o es la palabra?
En esta sutil distinción es posible que se encuentre una respuesta de por qué se especula con el trazo negro sin comprender el espacio blanco que es el que le proporciona sustento.
Profundizar en la palabra y en el espacio que le asignamos para su función en las comunicaciones debería ser la meta asociada al diseño de fuentes, en función de las nuevas tecnologías y aplicaciones. Todavía no dominamos con comodidad la incidencia de los nuevos soportes en el funcionamiento de la palabra. La palabra en su reproducción electrónica impone otros desafíos, amplía los horizontes, trabaja con velocidades de percepción diferentes que tendremos que aprender a usar.
Las letras son vehículos y cobran sentido cuando se articulan, individualmente son imágenes abstractas carentes de contenido. Las palabras no, las imágenes y los sonidos que nutren a nuestra mente en el acto de la lectura surgen de las palabras; éstas son las que describen mundos, las que nos lo hacen pensar y reformular.
La experiencia de estos 25 años nos sugiere que podría ser necesario dejar lo particular y avanzar sobre lo general, para llegar a formular la letra con otra perspectiva, dado que la palabra sigue siendo el único argumento que justifica la letra.
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Actualizado 06/02/2015