El hábito, el monje y cómo perder los papeles

El plan europeo para establecer unos criterios comunes sobre educación Universitaria, conocido como el Plan de Bolonia, se firmó en 1999 y se dio de margen hasta 2010 para implementarlo. Aquí se hizo, en lo que respecta a las enseñanzas artísticas, y en Catalunya –que es el ámbito que conozco– tarde y mal.

Recuerdo que, desde el FAD intentamos impulsar una plataforma de escuelas. Debía ser el año 2002 y el objetivo era consensuar un protocolo para la aplicación de Bolonia y para la convalidación de los profesionales que habían cursado estudios de diseño, antes de que estos fueran catalogados como universitarios. Una vez decidido, deberíamos hacer un frente común para indicar al Departament d’Ensenyament como creíamos que se debía aplicar el plan. La cosa duró poco, al cabo de dos reuniones se vio que las escuelas privadas estaban mucho más preocupadas en competir entre ellas. Las disputas por un mercado creciente de estudiantes dio al traste con la plataforma.

Poco después, un grupo de diseñadores se unió en una pequeña plataforma llamada l’Experiencia es un grau, intentando defender la homologación de los que habíamos estudiado antes de Bolonia. Tampoco llegó a ningún lado pues, quién más quien menos, empezó a buscar vías personales para obtener un título.

A partir de ahí, las escuelas, públicas y privadas, intentaron buscar maneras de “homologar” a una parte de sus profesores. Algunas lo hicieron como una vía más de negocio, ofreciendo cursos a precios de mercado. Otras, se inventaron formas pseudo-oficiales para tener profesores titulados. Recuerdo una conversación con el gerente de una conocida escuela de la ciudad. Me dijo que el título universitario servía para convencer a los padres que pagar la carrera de su hijo/a era una buena inversión.

Ahora sale a la luz cómo en un centro concreto, l’Escola Massana, se utilizó una fórmula que algunos consideran poco ética. Los profesores, 18 en concreto, se matricularon durante 4 años, hicieron los trabajos y obtuvieron sus notas, pero jamás fueron a clase. Esto ha suscitado un debate en las redes sobre si era lícito o no hacerlo. Aquellas personas que optaron por cursar de nuevo una carrera, defienden que la  Escuela hizo trampas.

Yo opino que hicieron bien. Defender a los trabajadores es parte de la función de una empresa. Les buscó una solución. Podríamos discutir si deberían haber ofrecido el mismo trato a todos los estudiantes pre-Bolonia.

Yo mismo estudié en Massana y nadie me ofreció semejante oportunidad. Pero, en realidad, recordemos que esos títulos tan solo servían para seguir dando las clases que ya estaban dando. No fue una forma de conseguir privilegios sociales, políticos o de prestigio profesional. Solo fue la manera de no perder a esos docentes.  Por cierto, otras escuelas de Barcelona hicieron exactamente lo mismo. No sé si acabará saliendo a la luz, pero así fue.

Lo que más me llama la atención de todo este embrollo es que en ningún momento se plantea qué es lo mejor para los destinatarios de todo, es decir, los estudiantes.

No se habla de calidad de enseñanza, ni de pérdida del traspaso de experiencia de una generación a la siguiente. No se habla de que Bolonia ha alejado a los profesionales en activo de las escuelas de Diseño. No solo por los títulos, sino porque la burocracia, las reuniones y unos formularios de programas escolares redactados por el propio Kafka y diseñados por un psicópata de resaca, hacen que lo que se cobra por hora de clase impartida no salga a cuenta.

Ese conocimiento se perderá o se ha perdido. Los estudiantes se lo han perdido, pero a nadie parece importarle. Y es una lástima porque, precisamente por no estar demasiado regulado, el sector de la enseñanza en Diseño era de los que más profesionales en activo tenía en las aulas. Tanto en conocimiento real como en la transición del mundo académico al mundo laboral, eso era un capital que hemos perdido. Bueno, no todos, algunas escuelas optaron por no entrar en Bolonia y mi experiencia me dice que los alumnos que salen de ellas no están menos preparados que los que tienen un título universitario. Más bien al contrario.

Por otro lado, no veo que el hecho de tener títulos universitarios haya servido para que la sociedad perciba el diseño como una profesión más “seria” que antes. Y por lo que me cuentan los diseñadores con estudio que acogen a estudiantes en prácticas, la “universidad” no los ha hecho mejores diseñadores, ni con más metodología, ni con más conocimiento que antes.

Ahora se dan situaciones tan grotescas como que los profesores no titulados estamos, básicamente, dando clase en másteres profesionales que, en principio, se supone que requieren más nivel, pero que no se exigen título para impartirlas. Y los profesores con títulos, pueden ser de diseño, de humanidades o de cualquier otra cosa, están impartiendo grados cada vez más lejos de la realidad de la profesión.

Ya se sabe que el hábito no hace al monje, y yo añadiría que, en este caso, los títulos no hacen al profesional.  Eso no supone que los que han invertido años y dinero en sacarse un título no sean buenos profesionales de la enseñanza, pero opino que, si se hubiera pactado unos cursos de capacitación pedagógica, en lugar de repetir carreras que ya se han hecho, la enseñanza hubiera salido ganando. La realidad es que los estudiantes necesitan ahora nuevas pedagogías, más participativas, donde el profesor es un mediador más que un emisor de conocimiento. Y eso no parece importar.

Un último apunte, este sí, gremial y de reivindicación laboral. Las escuelas privadas, como empresas que son, viven de la plusvalía entre lo que pagan por el conocimiento y experiencia de los profesores y lo que cobran a los alumnos por recibirlos. Las matrículas no han dejado de subir, por el contrario, el precio/hora de clase que se paga a los profesores no ha subido en los últimos 10 años (salvo excepciones) y, en muchos casos, ha bajado. ¿Son las escuelas empresas de economía especulativa? Esa es una pregunta que merecería otro artículo.

Ilustración de Shutterstock
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