«Pero yo, ¿qué puedo hacer?» por Óscar Guayabero

La evolución de la sociedad moderna ha generado nuevos hábitos que ahora asumimos como normales y sensatos pero quizás es hora de replantear su sensatez.

Hace unos días colgaba en mi bar de abuelos habitual, Facebook, una imagen cogida en tiempo real de los vuelos que hay en circulación en todo el planeta. La imagen es escalofriante, una barbaridad, si tenemos en cuenta que el transporte aéreo es el más contaminante con mucha diferencia y que, al menos en estas fechas, un buen número de trayectos son turísticos.

Cada vez que se toca un tema así, como el del turismo, o el consumo de carne, o el uso del automóvil, hay reacciones encontradas. Cada cual se rasca donde le pica, porque no hablamos de temas genéricos sino de cosas concretas y todos/as vivimos en una enorme contradicción. En primer lugar, creo que debemos asumir esas contradicciones, no con resignación pero huyendo de dogmatismos.

Fácilmente podemos encontrar argumentos para desactivar cualquier crítica ante esas prácticas que, a pesar de saber que son dañinas para nuestro entorno, no queremos dejar de hacer: genera puestos de trabajo, siempre se ha hecho así, hay cosas peores, primero que las grandes empresas reduzcan, todo es un engaño, etc.

los hábitos cambian

El argumentario puede ser realmente sólido pero en nuestro fuero interno sabemos que solo es una disculpa porque no estamos dispuestos a cambiar nuestros hábitos.

Aun así, los hábitos cambian. Hace no tantos años, alardear de haber hecho un trayecto en coche a gran velocidad, en menos tiempo de lo normal, era mayoritariamente aceptado. Ahora ya no. Eso no significa que en según qué círculos, saltarse los límites de velocidad no siga siendo una muestra de «valentía», pero en términos generales, ha dejado de ser aceptado como algo de lo que vanagloriarse.

Sucede lo mismo con el tabaco. No nos engañemos, fumar era sexy. Aún lo es para los nostálgicos del sex, drugs and rock’n’roll en sus múltiples variantes. Pero como opinión general, fumar ha dejado de ser cool. Han sido muchos años de campañas y restricciones. Los defensores del «fumar donde quiero» dicen que todo es una hipocresía y que hay cosas peores y que se coarta su libertad. Se olvidan de los millones de dólares que se invirtieron en publicidad directa, en pagar películas y en modificar leyes para que fumar llegara a ser sexy.

Los hábitos cambian. Cuando yo era pequeño, para mis padres el paraíso en la Tierra era Suiza y las montañas nevadas. Había una iconografía sacada de los Colores Alpino, Sonrisas y lágrimas, la familia Trapp, los pantanos inaugurados por el generalísimo, los relojes de cuco, las casas de madera prefabricadas y los juegos olímpicos de invierno sin olvidar a Heidi.

En eso, que llegó Elvis en Hawái, en ese Hawái 5.0, James Bond y unas mujeres saliendo del mar en bikini y poco a poco las playas de arena blanca, las palmeras y las aguas transparentes, substituyeron el paraíso alpino y hasta Curro se fue al caribe.

Luego llegaron las cámaras digitales y con ellas proliferaron los destinos, cuanto más exóticos mejor, tendencia que Instagram i el resto de RRSS solo han hecho que multiplicar exponencialmente. Ahora las tendencias son por años, parece que este verano toca el Mar Báltico. En todo caso, como digo los hábitos cambian.

la vergüenza

En Suecia, hay lo que se ha llamado Flygskam que traducido sería algo así como, «la vergüenza de volar». Se trata de un movimiento que anima a la gente a dejar de viajar en avión para evitar las elevadas emisiones de CO2 asociadas a ese modo de transporte. Inicialmente impulsado por el atleta olímpico Bjorn Ferry, la vergüenza de volar ha alcanzado popularidad internacional gracias a la activista climática Greta Thunberg.

Al margen del éxito que esté teniendo, que parece que es considerable, lo que me parece sugerente es el uso del término «vergüenza». Ese sentimiento es muy poderoso y marca en gran parte los hábitos sociales. Esa idea de que socialmente algo deja de ser aceptado.

Vergüenza de volar, ilustración de Helena Bonastre.

Es una versión civil de la conocida Ventana de Overton que se utiliza en política para definir aquello que la gran mayoría de la opinión pública entiende como aceptable, sensato hasta aquello que se considera radical o impensable. Esa ventana se mueve constantemente, aunque sea de forma lenta. Ir en bicicleta por la ciudad ha pasado en pocos años de ser un acto «radical» y «militante» a ser una alternativa más que «sensata». Lo mismo puede ocurrir con el turismo. Lo que ahora parece «impensable», por ejemplo, incentivar el turismo local y penalizar el turismo exótico de alta velocidad, puede pasar a ser «sensato» e incluso «popular» en un futuro cercano.

En realidad, con que los gobiernos dejen de financiar el queroseno con el que vuelan los aviones comerciales y los gastos aeroportuarios sería suficiente para que los vuelos dejaran de ser una opción económicamente barata, aun en trayectos cortos teniendo alternativas en tren o en barco.

¿qué podemos hacer?

Y ¿qué podemos hacer cada uno/a de nosotros/as? Por el momento, dejar de colgar fotos idílicas del otro lado del planeta. Dejar de alardear de esos viajes tan baratos «todo incluido», dejar de compartir paisajes paradisiacos que conllevan el empobrecimiento (a medio y largo plazo) de la población local, dejar de hacer creer que un crucero es algo más que un hotel en movimiento contaminando el doble.

¿Eso significa dejar de viajar? En primer lugar he dicho antes que todos vivimos en una contradicción permanente. Cada cual ha de elegir qué batallas quiere luchar. Pero creo hay que empezar a distinguir el turismo del viaje. Lejos de los tópicos, no es una cuestión económica sino de concepto. Viajar se hace para descubrir, conocer, crecer. El turismo es para distraerse, evadirse, y comprobar que aquello que sospechábamos de un lugar efectivamente es cierto. ¿Eso significa que no merecemos un descanso vacacional?, nada más lejos.

Durante la segunda república las vacaciones de la clase obrera se estipularon como un derecho y se desarrollaron varios proyectos para dar respuesta a ese derecho, el más conocido es la ciudad de reposo y vacaciones hecha con casas de madera desmontables, diseñada por el GATPAC. También en los países de bloque soviético las ciudades vacacionales fueron uno de los puntos importantes de las políticas sociales, incluso el franquismo creo sus ciudades de vacaciones.

Ahora tenemos Marina d’Or que es lo mismo pero mucho peor, si cabe. El derecho a la desconexión del trabajo está regulado y hay que defenderlo, pero no hay que confundir el descanso con el turismo extractivo. Hay centenares de formas cercanas, baratas y menos estúpidas con el medio ambiente para desconectar. En realidad, el deseo de ir a ese lugar que creemos tan especial, no es tan casual como puede parecer.

Por favor, no colguéis vuestros selfies ante paisajes paradisiacos, dejad de hacer esas fotos de los pies al borde del mar.

Así que cada cual haga lo que le parezca mejor pero, si entre todos/as, conseguimos que hacer el turista deje de ser sexy, todos/as saldríamos ganando, incluso los turistas. Aun así, tengo una petición, este año, por favor, no colguéis vuestros selfies ante paisajes paradisiacos, dejad de hacer esas fotos de los pies al borde del mar, guardaos vuestras fotos foodies con platos hechos en las antípodas, esconded vuestros vídeos a bordo de embarcaciones de recreo. En primer lugar, porque hay mucha gente que no se lo puede permitir y está feo alardear. Y por otro lado, porque estamos pasando una ola de calor sin precedentes (a pesar de lo que digan los negacionistas) y tus «escapadas» a las quimbambas solo hacen que empeorar las cosas, en todos los sentidos. Además nuestras fotos de vacaciones son iguales a las demás que cuelgan millones de personas. El mundo estará estupendamente sin necesidad de verlas.

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