La intersección entre el escenario teatral y la viñeta

En este artículo, utilizando Medea a la deriva de Fermín Solís como hilo conductor, Álvaro Pons reflexiona sobre cuando las viñetas se convierten en proscenio de una obra teatral.

A mediados de los años 70, el italiano Gianni De Luca adaptó las inmortales obras teatrales de Shakespeare al cómic. No era la primera vez que Hamlet o Romeo y Julieta surcaban las viñetas, pero sí era la primera vez que el cómic y el teatro dialogaban de tú a tú.

El dibujante trasladaba los recursos que había practicado en su serie policiaca Comissario Spada, que evolucionaban las propuestas de uso compositivo de la página como un escenario único por el que transcurren las viñetas. Si para Frank King la gigantesca plancha dominical de Gasoline Alley era un espacio único y estático por el que los personajes se movían, para De Luca es la viñeta la que se convierte en proscenio de una obra teatral donde los personajes dejan una impronta, una imagen fantasmal que se convierte en una línea cinética a la manera de las imágenes de Muybrigde.

El artista deviene en tramoyista y el lector encuentra en la viñeta una ventana por la que la acción transcurre con la intensidad de una obra teatral.

El artista deviene en tramoyista y el lector encuentra en la viñeta una ventana por la que la acción transcurre con la intensidad de una obra teatral. Inesperadamente, cómic y teatro hermanan su experiencia y resultan parte de una misma forma de comunicar y transmitir.

medea a la deriva

Cincuenta años después de aquellas experiencias primigenias, Fermín Solís se enfrenta al teatro a partir de la gran tragedia griega: Medea a la deriva (Reservoir Books) podría considerarse como la continuación natural de la obra de Eurípides, como un monólogo teatral donde la hija de Eetes reflexiona sobre un pasado que se construye solo de los recuerdos que mantenemos.

Memorias dramáticas a las que Medea no renuncia, a sabiendas del dolor que le causan. Desde la soledad de una prisión de hielo que vaga por el océano, los momentos de la vida de la que fue esposa de Jasón vuelven como lamentos insinuados por los vientos, mientras el único escenario se abre ante el lector a través de una viñeta omnipresente.

un reto bien resuelto

El noveno arte no hace fácil depositar toda la carga narrativa sobre un personaje, el monólogo resulta complejo de trasladar a la viñeta, pero Solís resuelve con extraordinaria brillantez la propuesta apelando precisamente a la fuente original teatral, a esa reflexión interior a la que el espectador asiste como callado voyeur.

El juego simbólico de las imágenes va ganando fuerza y las metáforas visuales que componen el escenario se convierten en secundarios que desarrollan un diálogo con la protagonista absoluta, una Medea que reivindica sus decisiones y sus actos, su derecho a ser mujer más allá de ser «hija de», «hermana de» o «esposa de», pero que cada vez es más consciente de ser parte de una ficción.

El juego simbólico de las imágenes va ganando fuerza y las metáforas visuales que componen el escenario se convierten en secundarios que desarrollan un diálogo con la protagonista absoluta

Solís adopta así una visión casi calderoniana del teatro de apariencias que es la vida, de cómo la épica del mito termina reescrita en términos mundanos: los personajes solo pueden escapar del escenario a través de la lectura que los espectadores hacen de ellos, asimilados como ideas, como recuerdos.

Sin duda, Solís firma una de sus obras más ambiciosas, con no pocas conexiones con las ideas que planteaba en Buñuel en el laberinto de las tortugas, que son aquí depuradas hasta un esencia impregnada de melancolía.
Una obra de lectura obligada.

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