Weiwei es sinónimo de algunos de los proyectos creativos más transgresores de este siglo. Perseverante, tenaz y crítico, especialmente con el régimen chino, hoy en día es todo un símbolo de los derechos humanos y la libertad de expresión
¿Dónde empieza el artista y acaba el activista? Imposible saberlo. Ai Weiwei (Pekín, 1957) es ambas cosas y mucho más. Al artista, hijo del famoso poeta chino Ai Qing, le precede su fama: escandalosamente arrestado en China durante 81 días por presunta «evasión de impuestos», y autor de algunas de las obras más reivindicativas de los últimos años, se ha convertido en imprescindible en el panorama artístico internacional. Su satírica y contundente trayectoria define su carácter y, sin duda, este no pasa desapercibido ni puede ser silenciado.
Con fuertes raíces culturales en su familia, no es de extrañar que un joven Ai Weiwei de 24 años buscara desarrollar su actividad artística fuera de su China natal, donde la represión contra aquellos que desafiaban al régimen era más que evidente. Por eso, en 1981, decidió embarcarse en un viaje que le condujo hasta Nueva York, donde vivió durante 12 años. Andy Warhol, Marcel Duchamp y Jasper Johns siguen siendo hoy sus principales influencias, así como la fotografía, que comenzó a practicar durante su etapa neoyorquina.
En 1993, y ante la noticia de que su padre agonizaba, Ai Weiwei regresó a China. Haber experimentado la libertad creativa de Estados Unidos durante cerca de una década le impidió contemplar su país de origen con los mismos ojos y, en su lugar, optó por explorarlo desde la crítica que aporta la distancia y un amplio bagaje cultural. Entre sus primeros experimentos en el continente asiático se encuentra su reconocido Dejando caer una urna de la dinastía Han, en el que el artista bucea en el arte conceptual y explora la relación entre el pasado y el presente. ¿Cómo? A través de tres fotografías en las que se ve cómo deja caer esta pieza de cerámica al suelo. Teniendo en cuenta la simbología de este tipo de objetos para la tradición china, este gesto ya supuso toda una declaración de intenciones y manifestó su interés por la «ruptura», en el sentido más amplio de la palabra.
Su fama internacional no llegó hasta 2008, año en el que participó en el diseño del estadio olímpico de los Juegos de Pekín junto a los arquitectos Herzong y Meuron. La impresionante estructura, conocida como Nido de pájaro, le reportó gran notoriedad, aunque más tarde el artista se acabó distanciando del proyecto. En su lugar, decidió volcar todo su esfuerzo en contabilizar las muertes y desapariciones de miles de escolares chinos tras el horrible terremoto de Sichuan, producido el mismo año. La idea no agradó a las autoridades que, tras ese incidente, se fijaron más en él y en el vídeo homenaje (llamado 4851) que realizó para homenajear a las víctimas. Cuando acudió a prestar testimonio en el juicio, en 2009, el artista fue golpeado por la policía, agresión que se cree que le ocasionó una hemorragia cerebral interna por la que tuvo que ser intervenido en Alemania.
Este desagradable acontecimiento no frenó la actividad artística de Ai Weiwei. En 2010, expuso en la prestigiosa Tate Modern de Londres Semillas de girasol, una obra con la que pretendía recrear simbólicamente a los más de mil millones de habitantes de China. Para ello, mandó fabricar cien millones de semillas de girasol de cerámica que, más tarde, extendió sobre una superficie de mil metros cuadrados. A través de ellos pretendía mostrar la impotencia del pueblo chino, ya que durante la Revolución Cultural de Mao a este se le representaba como el Sol y a los habitantes de China como girasoles sometidos a su ubicua presencia.
A partir de ese momento, y con la sombra del terremoto de Sichuan en la retina, el gobierno chino comenzó a prestar una atención casi invasiva a Ai Weiwei. El artista, que desde 2005 hacía sus particulares incursiones en la red, no dudó en compartir sus impresiones al respecto y, poco a poco, se ganó el cariño y la atención de miles de internautas en todo el mundo. No fue hasta 2011, sin embargo, cuando el activista chino recibió la peor de las sorpresas, y fue bruscamente detenido en el aeropuerto internacional de Pekín antes de partir hacia Hong Kong.
Durante 81 días Ai Weiwei fue recluido en una pequeñísima celda que, posteriormente, recreó en una obra exhibida en la catedral de Cuenca (bajo el título de S.A.C.R.E.D) este mismo año. En ella, el artista contó cómo ininterrumpidamente dos guardias chinos le vigilaban de cerca mientras comía, dormía, o incluso se bañaba. Durante estos dos meses, desapareció por completo; ni siquiera tenía derecho a visitas. Actualmente, su arresto se considera una auténtica detención ilegal, aunque el gobierno chino siempre lo defendió como una supuesta «evasión de impuestos».
Aunque con muchas desavenencias con las autoridades de su país natal, después de 4 años, este 2016 Ai Weiwei ha recuperado su pasaporte y ha conseguido viajar a Berlín, donde ha expuesto en la plaza de Gendarmenmarkt cientos de chalecos salvavidas de color naranja utilizados por los refugiados que llegan a las costas de Europa para denunciar esta situación. La misma pieza monumental se ha trasladado durante los pasados días a Florencia y, más específicamente, al Palazzo Strozzi, que ha acogido en su fachada veintidós lanchas neumáticas de color anaranjado que también apuntan hacia la gravedad del fenómeno migratorio.
Con estas últimas acciones, Ai Weiwei pone el foco no solo en su China natal, sino en situaciones que le parecen dignas de ser criticadas y rebatidas públicamente. El activismo convertido en arte, sin duda, nunca había tenido a un defensor tan comprometido como él.