«Preferiría no hacerlo», por Óscar Guayabero

Hemos creado la sociedad de la abundancia, ¿en realidad es necesario todo lo que se produce? El síndrome de Bartleby toma su nombre de un personaje de ficción, el escribiente Bartleby, protagonista de un relato de Herman Melville. Fue publicado por primera vez, de forma anónima y en dos partes, en los números de noviembre y diciembre de 1853 de la revista Putnam's Magazine. En su momento no tuvo excesiva trascendencia, sin embargo, con los años el personaje y su frase fetiche «preferiría no hacerlo» ha ido cobrando importancia llegando a ser uno de los símbolos más utilizados desde ámbitos tan distintos como la filosofía, revelando un nuevo estoicismo a la ecología, con las teorías del decrecimiento. Su aplicación más habitual es sobre la literatura y la creación en general y sobre el bloqueo o la decisión (voluntaria o no) de no crear, de no generar obra. Enrique Vila-Matas analizó esta mirada desde la literatura en su maravilloso libro Bartleby y compañía en el año 2000, donde explora ese «dejar de hacer» de escritores como Arthur Rimbaud, Juan Rulfo, Pepín Bello o J.D. Salinger. La historia de Bartleby es la de un escribiente, que entra a trabajar en un bufete de abogados y que cuando se le encarga un trabajo responde siempre diciendo: «Preferiría no hacerlo». Al inicio, cumple algunas tareas pero, poco a poco, decide no hacer nada, respondiendo siempre con esa frase. Tanta es su displicencia que el abogado que lo contrata decide despedirlo pero él se niega a abandonar la oficina y ante la imposibilidad de deshacerse de él, el jefe traslada el negocio. Los nuevos inquilinos se encuentran con Bartleby y, ante sus quejas, finalmente es detenido y encarcelado. En presidio el escribiente, se deja morir al decidir no comer nada. Forma parte de la llamada literatura existencialista y también del absurdo. Vila-Matas, en su libro, habla del mal endémico de las letras contemporáneas, de la pulsión negativa o atracción por la nada, de escritores que un buen día deciden no escribir una raya más, que después de haber editado textos prometedores dejan de hacerlo o incluso algunos que nunca llegan a escribir nada, a pesar de parecer tener todas las capacidades para hacerlo. atracción por la contención A mí me interesa esa idea de la atracción por la contención, por el no crear, en el contexto del diseño gráfico. Hay, a mi entender, un exceso de producción en el diseño. Se generan imágenes constantemente, cada vez a más velocidad y cada vez más efímeras. Nuestra capacidad de producir y recibir imágenes gráficas de todo tipo supera en mucho nuestra capacidad de digerir dichas imágenes. La mayoría de nosotros transitamos por esas imágenes y les dedicamos apenas unos segundos, si llegan, puesto que ya otra miríada de inputs visuales espera tras un clic del ratón, un cambiar de canal, un pasar una página de la revista o un cruzar la calle ante otros escaparates, marquesinas, rótulos y anuncios. Nuestra capacidad de producir y recibir imágenes gráficas de todo tipo supera en mucho nuestra capacidad de digerir dichas imágenes Esa sobredosis de imágenes, que podrían ser motivo de una indigestión visual de primer orden, ha pasado a ser nuestra normalidad. Tan solo cuando por algún extraño motivo, voluntario o accidental, nos alejamos de las pantallas y del «mundanal ruido» de la urbe, algo cambia. Tan solo entonces, digo, podemos ser conscientes de ese vómito audiovisual infinito que recibimos a diario. Y sin embargo, cuán difícil es mantenerse a esa distancia del ruido. Como diseñadores somos participes, si no cómplices, de esta sobresaturación visual, de ese maremágnum gráfico, de ese totum revolutum perceptivo. Ante ese panorama algunos optan por gritar más y más fuerte, generando imágenes impactantes, que intentan desesperadamente llamar nuestra atención en una lucha que se hace casi imposible de ganar, porque nuestro problema para captar la atención no es de calidad sino de cantidad. Hay demasiado de todo ante nuestros ojos. Otros, intentan jugar la baza de la sobriedad, el orden, la serenidad visual. Pero seguimos teniendo un problema derivado a la velocidad de crucero de nuestro día a día. Aunque por breves instantes consigamos hallar refugio en una imagen de reconfortante sosiego visual, seremos incapaces de permanecer en ella mucho más de lo que lo hacemos con las demás, instantes. En cambio, nadie opta por el silencio, por no hacerlo, por dejar de crear para aligerar esa carga que cargamos sobre nuestros párpados. Un buen ejemplo es la publicidad en los medios que es excesiva, todos lo sabemos. También intuimos que si la publicidad fuera menor el impacto de esta sería superior. Cuando el anuncio es la excepción puede ser relevante, ante la línea continua de spots, anuncios, banners, etc., todo cae en la irrelevancia. Distinguir la música dentro del ruido se hace casi imposible. Leer un artículo esquivando la publicidad le confiere un estatus de “entremés”, una especie de distracción entre lo que realmente importa, la publicidad. Pero eso ya lo sabemos, «es mercado amigo», decía aquel banquero corrupto. Vamos a ponernos ante el espejo: ¿Qué parte de responsabilidad tenemos como generadores de imágenes de esa sobredosis de imágenes? ¿Cuántas nos podríamos ahorrar? ¿Cómo podemos moderar la velocidad de vértigo con que consumimos imágenes? ¿Qué sería el silencio visual? ¿Cómo podemos comunicar desde el silencio y no desde el ruido? ¿Qué parte de responsabilidad tenemos como generadores de imágenes de esa sobredosis de imágenes? enfrentar al silencio En 1952, el compositor estadounidense de vanguardia John Cage creo una obra llamada 4′33″. Se trata de una obra musical en tres movimientos donde los músicos están ante los instrumentos pero no tocan absolutamente nada. A pesar de que se ha ridiculizado esta pieza (con la vanguardia suele pasar) a lo largo de los años su importancia, como con Bartleby, no ha hecho otra cosa que aumentar. Enfrentar al público con el silencio es un acto de provocación que pocos pueden soportar. Yo viví algo parecido hace algunos años. En aquel entonces organizaba, junto a Mich Micenmacher, esas conferencias cortas y vibrantes que son los Pecha Kucha. Al contrario de lo que suele ocurrir, que es que los ponentes intentan insertar la máxima cantidad de información en el tiempo estipulado, uno de los ponentes, el artista Javier Peñafiel, optó por generar silencios en su minicharla. Leía pequeñas frases cargadas de significados y generaba silencios después de cada una. Al principio se podía mascar la incomodidad del público, que no sabía si quien les hablaba se había quedado en blanco o simplemente no tenía nada que contar. Al cabo de varias imágenes y los 20 segundos correspondientes de cada una, se instaló en el auditorio una especie de quietud, como si alguien hubiera puesto una marcha lenta al tiempo. Pasados los 6’20’’ de su charla volvió el frenesí de la palabra pero esos instantes de silencio flotaron en el aire durante el resto de la velada. Hace poco nos dejaba Jesús Quintero, un presentador televisivo que se hizo conocido por provocar silencios en sus entrevistas. Eran silencios que en ocasiones provocaban la incomodidad del entrevistado que solía romperlos con cualquier cosa y eso solía ser interesante porque estaba fuera del guion. No eran silencios neutros, estaban cargados de sentido. Esos silencios del no hacer, creo que serán cada vez más necesarios y vitales. Como explica Jaime Lerner en su libro “Acupunturas Urbanas”, hay veces en las que no hay que hacer nada, con urgencia. Siento la necesidad de pedir a los diseñadores, que (de vez en cuando) se dejen llevar por Bartleby, por Cage o por Peñafiel y Quintero, contesten con un simple “preferiría no hacerlo” y nos enfrenten al silencio.

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