La semana pasada pude ver, en la distancia, la Valencia Disseny Week [aprendan a decirlo con ‘disseny’ en valenciano que no en inglés, ‘design’]. Una manera diferente de observar la realidad que desde dentro no eres capaz de distinguir. Aquello del árbol que no te deja ver el bosque. A través de lo que me llegaba desde la redacción, de lo que veía por las redes, que es mucho, a veces demasiado, y la prensa nacional, pude hacerme una idea de lo que acontecía en la ciudad.
Debo reconocer la alegría que tenía al ver cómo Valencia desde lejos es una estrella que brilla con fuerza y de la que todo el mundo empieza a percibir la luz. Percibo la envidia sana que tienen en otras partes de España. ADCV ha conseguido en tan solo tres años crear un evento que es referencia. La asociación es un barco que lleva 25 años consiguiendo navegar a pesar de las tempestades y de que en estos momentos tiene unas velas muy grandes. Por cierto, este barco se ha quedado sin capitán, ya que su presidente Nacho Gómez-Trenor ha dejado el cargo [¡suerte en tu nueva singladura, Nacho!].
Lo que sí que pude presenciar fue el documental ‘Cuarto Creciente‘ y la entrega de premios ADCV. Dos eventos que desde la distancia me han hecho ver el bosque. Parece que los guionistas de ambos proyectos, sin saberlo, han realizado una radiografía perfecta de lo que realmente ocurre; mucho voluntarismo, grandes ausencias y una indefinición de objetivos.
En el documental, muy recomendable por cierto, Juli Capella dice que los tópicos, vistos con el tiempo, algo de verdad tienen: «los italianos son unos ligones, los franceses son unos snobs, los americanos unos horteras…», y añade: «los valencianos son aparentemente falleros. Les gusta la mascletà, tienen ese punto kitsch…», y finaliza: «pero esto en el ámbito del diseño no es cierto». Y ahí es donde está la clave.
Juli no sabe que el ‘fallerismo’ es un virus que ataca de forma silenciosa a una sociedad. Penetra a través de los poros como una crema hidratante que entra en las capas más profundas de la piel hasta integrarse en el organismo. Un virus que ataca lentamente a todas las partes del cuerpo y que finalmente nubla la vista para transformar la visión de la realidad del individuo infectado.
De lo que estoy seguro es que Valencia es la ciudad de las Fallas. Las fallas desde hace décadas se han convertido en un festival de ruido y color que congrega a cientos de miles de personas. Nadie sabe muy bien el motivo, hay fiesta y eso es suficiente. Mascletà, castillos, verbenas, casales, vestidos recargados, vírgenes y santos, buñuelos… fiesta en definitiva. ¿Qué importa que la ácida crítica haya desaparecido de las calles? ¿Qué más da que los monumentos escultóricos sean todos iguales, que exista una uniformidad estética imposible de salvar? ¿Qué más da que ahora las fallas se produzcan con métodos informáticos y montadas como lonchas de material prefabricado?
Las fallas son un ejemplo social muy evidente. Algo muy grande, que epata al verlo, oírlo o degustarlo, pero que si rascas un poco la pintura, debajo se ve el poliestireno artificial con el que está fabricado. La creatividad está bajo mínimos. Nadie se sale del guión que está tan establecido como lo están los Diez Mandamientos. Incuestionables. En lugar de evolucionar se involuciona. Se mide el éxito por la cantidad de público que se congrega, aunque lo que vayan a ver no tenga la más mínima gracia. Si va mucha gente algo tendrá. Es como las audiencias de televisión que legitiman la telebasura. Si un programa lo ven millones de personas es que es bueno.
Pues el fallerismo ha llegado al diseño. Desde la distancia veo una ciudad con muchos eventos, exposiciones, conferencias, talleres, feria, rutas, congresos, premios… mucho ruido y pocas nueces. Una auténtica mascletà. Y al igual que ocurre en el documental que repasa los últimos 25 años de diseño en la Comunidad Valenciana en el que hay notables ausencias u olvidadas referencias, en la VDW es imperdonable que los mejores valores, los más preparados y expertos estén ausentes en la cita. El caso de ‘Zoco’ es un ejemplo de emigración. ¿Cómo es posible que un evento central, que ha conseguido un premio ADCV, no esté presente por la falta de apoyo económico y sus representantes tengan que irse a Londres a buscar fortuna? Como ocurre en las fallas se les presta más atención y cuidados a los japoneses que vienen del otro lado del mundo que a los vecinos del barrio a los que se les corta la calle y no se les deja dormir por las noches.
La prueba de que el virus ha llegado con fuerza este año han sido los premios ADCV. Las condiciones eran las idóneas para dar un salto en la consideración social de la profesión. Más de 500 personas congregadas en un teatro del centro de la ciudad. Muchos jóvenes entre los premiados, lo que asegura continuidad. Ya no eran ‘los de siempre’. Todo perfecto para demostrar que detrás de un premio hay un profesional serio, un trabajo elaborado y reflexionado. Demostrar al público y a los políticos allí presentes que deberíamos ser tan respetables y necesarios para la sociedad como lo son los arquitectos, los médicos o los científicos.
Todas mis esperanzas acabaron en unos segundos, cuando apareció la presentadora de la televisión autonómica y empezó a narrar el acto como si de un concurso de televisión se tratara. Con frases grandilocuentes y anestesiadoras: «¡¡Es la noche del diseño… El lenguaje del éxito… Valencia, esta noche, es la capital mundial del diseño… gracias a las instituciones por hacer posible!!». Todo ello con un bilingüismo esquizofrénico de doble personalidad al que la gente ya se ha acostumbrado en esta ciudad.
Lo más vergonzante fue la manera de presentar y dar los premios. La presentadora enloquecía y gritaba una y otra vez el nombre del galardonado como en un auténtico reality show cuando llaman al ganador del concurso. Lo importante no era el porqué, sino gritar una y otra vez su nombre, elevando el tono cada vez. Y personalmente me pareció indigno tratar a los premiados de esa manera. Ni se veía el trabajo ganador, ni se explicaba nada sobre él, ni apenas se le dejaba disfrutar del momento. Había una prisa desmedida por entregar los premios. Como a corre prisa. Uno detrás de otro sin pausa. Todavía veo la cara de los representantes de Muji que más que de alegría era de sorpresa. En 20 minutos se dieron 20 premios.
Una entrega de premios debe ser algo solemne. Hay que explicar con claridad cristalina los motivos del galardón para que el resto lo tenga como referencia. ¿Os imagináis una entrega de premios Nobel organizada por el equipo de realización de Gran Hermano y presentado por Mercedes Milá? No podemos pretender que nos tomen en serio si nosotros no lo somos. No podemos pretender darle valor al evento solo porque han acudido 500 personas. Y ese era el comentario a la salida: «Cuánta gente», pero nadie hablaba de los proyectos premiados. Bueno sí, algunos hablaban de ellos en tono de sorpresa.
No dudo de la calidad de todos ellos y que merecen el premio y la inclusión en el Bianuario. Son trabajos bien realizados y en la época en la que estamos, incluso, casi un milagro. Pero hay cosas que hay que tener en cuenta para no ser un premio fallero como el de ‘Ingenio y gracia’.
Las categorías del anuario eran un auténtico disparate. Y de esos polvos estos lodos. No es posible que lo mejor de los últimos dos años en Editorial sea un cartel. O que lo mejor en Packaging sea un trofeo… O que se otorgue un premio a una empresa japonesa cuando los premios son de carácter provincial. Parece que los conceptos no están muy claros. Algo que también creo que la Asociación debería plantearse es si es adecuado autopremiarse, ya que hay proyectos de la ADCV que tienen premio ADCV, y a mí se me hace raro. Repito, sin desmerecer los proyectos que todos merecen el premio sin duda.
También es importante ojear el Bianuario en el que al jurado se le colaron, truchos y algún que otro CoCo. [ver página 52 y comparar con el proyecto NB Studio]. Y esto es normal cuando el único interés es celebrar la fiesta, dar premios, pero no hacerlo con rigor. No se puede juzgar un proyecto con un cartón pluma con un par de fotos. Yo no soy capaz de valorar un libro si no lo toco, si no lo ojeo, o un cartel al ver su dimensión, o un catálogo… pero mucho más importante es conocer la historia que hay detrás. Muchos de los proyectos incluidos no tienen un verdadero cliente detrás y se cuelan como proyectos legítimos. O están tan flojos de contenido y resolución técnica que solo les salva la foto y el texto que la acompaña.
Y es fácil de explicar. El fallerismo se ha colado hasta el tuétano y ya no importan los motivos. Hay que hacer las cosas como sea sin más, aunque no tengamos ni idea. Sin reflexión. Sin crítica. Todo aplausos al final. Jamás he visto a un pirotécnico abucheado al finalizar una mascletà. Qué más da. Han explotado 1.000 quilos de pólvora. La excitación está asegurada.
La respuesta a la pregunta del titular me queda más clara. Sí, somos la ciudad del diseño porque hacemos mucho ruido, pero cuidado, por este camino acabaremos siendo una ciudad donde se celebra el diseño. Algunos de nuestros informadores definían la semana como una especie de gincana donde ir de sitio en sitio buscando canapés o encontrarse con los amigos para tomar cervezas. Lo que ocurría alrededor era lo de menos. Y eso denota que lo que se presentaba no tenía la potencia necesaria para convertirse en centro de atención.
Es justo reconocer el gran trabajo desarrollado y la enorme repercusión. Buen trabajo, pero no perdamos el sentido de todo esto. El diseño es negocio, no una actividad lúdica. No se pueden hacer reuniones de trabajo donde solo te dejan 3 minutos para presentarte, no podemos traer a la gente para pasearla por la ciudad de fiesta en fiesta, no podemos dar unos premios sin ton ni son, no podemos abrir los estudios para que los curiosos vengan de visita, no podemos sacar el diseño a la calle como sacan las fallas en marzo…
Dicen que las comparaciones son odiosas, pero a veces necesarias. Cuando visitamos cada año Londres para ver y disfrutar el London Design Festival, descubrimos grandes diferencias. La imagen está gestionada por Pentagram, cualquiera no vale para esto, y menos si es a concurso sin briefing.
Los equipos de trabajo, selección y organización son envidiables. Los mejores profesionales, que recorren el mundo y conocen lo que ocurre en todas partes, se juntan para dar lo mejor que tienen al resto del mundo, con propuestas muy elevadas y concienzudas. No es suficiente con tener brillantes ideas y ver lo que ocurre en el mundo por internet. Hay que tener experiencia y bagaje si se quiere hacer algo con criterio.
LDF ofrece un par de eventos centrales que vertebran todo el festival. Interrelacionan dentro de la palabra ‘Design’, moda, peluquería, joyería, escenografía, graffiti, producto, gráfico, multimedia, ecología, marketing… La organización sabe que esto es un negocio y una industria y no juega a divertirse (aunque también hay fiestas, claro) sino a reunir compradores con vendedores, a unir ideas con profesionales y problemas con soluciones.
Valencia siempre ha sido la ciudad que está a punto de explotar pero que nunca lo hace. Siempre somos la envidia de muchas cosas, pero a la hora de la verdad, los negocios se hacen en otro sitio. La eterna segundona en la que hay grandes potenciales que siempre acaban por desaparecer o por irse. Esperemos que no sea el caso. Valencia ahora tiene lo necesario para demostrar que aquí hay profesionales para desarrollar cualquier cosa con gran nivel y seriedad.
Reveladoras algunas conclusiones del documental Cuarto Creciente. Hay que estudiar fuera para aprender cosas nuevas y volver a Valencia para trabajar para gente de fuera. Entonces, ¿qué hacemos aquí? ¿Nos vamos fuera?
No tengo duda del potencial que hay, pero habrá que vacunarse bien para que las cosas se hagan con cabeza. Contando con los mejores y pensando al más alto nivel. Tenemos los mejores mimbres, pero si no sellamos bien las ranuras el agua acabará por salirse y volveremos a tener un enorme monumento vacío por dentro. Como las fallas, vamos.
Sé que a más de uno le sentarán mal mis reflexiones. Sé que me caerán críticas, seguramente merecidas, pero también sé que todo esto se habla en corrillos y no se expresa en público. Algo que sirve de bien poco. También sé que ‘el silencio de los corderos’ como titulaba un conocido diseñador a las reuniones de diseñadores no sirven para nada. Es necesario la crítica y la reflexión después de la borrachera, porque sino podemos caer en los mismos errores y volver a beber el año que viene el dulce licor del fallerismo que nubla la vista y transforma la realidad en un triunfalismo irreal.
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