Óscar Guayabero nos hace un pequeño repaso emocional por la historia del fanzine, esas locas revistas de los 80, de sus inicios como territorio freak, de su libertad y de su capacidad para aprender haciendo.
Si hay algo que echo de menos, en estos tiempos de la no presencialidad, es curiosear publicaciones en mis librerías preferidas. Entre que la movilidad se ha reducido y que las librerías son un poco menos permisivas para dejarte manosear lo que ofrecen en sus estantes, se hace difícil. De entre las publicaciones que escasean más, tanto porque su producción está desapareciendo como por su propia fragilidad son los fanzines.
Cualquier manifestación cultural que se conciba como algo marginal tiene cabida en este tipo de publicación, muy alejado de lo que concebimos como revista.
Si vamos al origen, parece ser que el primer fanzine lo creó Russ Chauvenet en 1940. Se llamaba Detours y fue la primera publicación fan de ciencia ficción (de ahí el nombre un magazín hecho por fans. Es decir, una «revista para fanáticos») y es la que marcó el inicio de estos medios de comunicación alternativos que podían encontrarse en mercadillos y tiendas especializadas, esperando ser encontrados por cualquiera cuyos gustos e intereses pudieran satisfacerse con sus páginas.
Cualquier manifestación cultural que se conciba como algo marginal tiene cabida en este tipo de publicación, muy alejado de lo que concebimos como revista. La impresión de este fajo de páginas es barata, pero, inherentemente, tiene un índice de mortalidad prematuro.
Quien esto escribe, descubrió el mundo fanzine a principios de la década de 1980. En aquella época había algunas publicaciones que hacían colectivos de todo tipo con el sistema del ciclostil. El mimeógrafo o polígrafo, a veces también llamado ciclostil, es un instrumento utilizado para hacer una gran cantidad de copias de papel escrito.
Es una especie de impresora portátil o una fotocopiadora manual, y se utiliza para realizar múltiples copias de una página; de ahí que también se conozca con el nombre «multicopista» e incluso vietnamita, por su uso por parte de grupos de extrema izquierda.
el ciclostil o la imprenta vietnamita
El proceso era laborioso, pero barato. Primero había que preparar una página maestra en un papel llamado «esténcil», una hoja un poco más larga de lo normal para poder engancharla en el rodillo del mimeógrafo y una de cuyas caras estaba encerada. El esténcil se preparaba en una máquina de escribir normal a la que se había extraído la cinta. Esto complicaba un poco las cosas, porque no podía verse lo que se estaba escribiendo.
Cabía la posibilidad de corregir los errores, pero no era una tarea sencilla y, en ocasiones, resultaba más fácil repetir el trabajo. Sin embargo, podía grabarse a mano sobre la hoja, lo que permitía hacer páginas manuscritas o con dibujos y diagramas.
una sola tinta
Este tipo de impresión solo admitía el uso de una sola tinta, de modo que el impacto visual debía conseguirse con la tipografía o ilustraciones monocromáticas. Esta limitación técnica conllevaba gráficas ásperas, sin matices. En realidad, esta estética ya cuadraba con lo que muchos buscábamos, rastros del punk que aquí llegaban con giros locales bastante curiosos.
Al cabo de los años, empezaron a proliferar las fotocopiadoras, las copisterías se hicieron muy populares y muchos las usamos como nuestras imprentas. Perdón, se me olvidó decir que mi nombre, mi alias: «Guayabero», me viene de un fanzine que editaba y que saqué durante casi 4 años con periodicidad mensual, entre el 1992 y 1996, con una cabecera homónima.
Como el fanzine lo hacía yo, conmigo mismo (y algunas colaboraciones) la gente empezó a llamarme Guayabero y ahí se quedó. El caso es que las fotocopiadoras fueron un salto tecnológico fabuloso. Cocinabas los originales en casa cortando y pegando y luego con el de la copistería (que ya hacía una mueca de hastío cuando te veía entrar) acababas de producir el número.
prodigioso letraset
Otro avance prodigioso fue el letraset. Como cuenta el gran Malcolm Garrett en este vídeo el letraset nos dio la opción de hacer composiciones tipográficas «profesionales». En mi caso, como en muchos otros usábamos Decadry, de peor calidad, pero mucho más barato. Si Letraset fue el preámbulo del Mac, Decadry fue el de Windows. Los transferibles, el collage, la apropiación de cualquier imagen que caía en nuestras manos y el copyleft avant la lettre, esa era la metodología.
Los transferibles, el collage, la apropiación de cualquier imagen que caía en nuestras manos y el copyleft avant la lettre, esa era la metodología.
Pero al margen de las técnicas, más chapuceras que otra cosa, lo que atrapaba del fenómeno fanzine era la libertad con las que los hacíamos. Como hijos del punk que éramos, al margen de nuestros gustos musicales, nos quedó muy marcado del DIY (do it yourself). La consigna de hacerlo uno mismo nos ofreció la posibilidad de hacer sin saber o, mejor dicho, de aprender haciendo. Fueron una verdadera escuela de un nuevo periodismo y un nuevo diseño editorial. Hay que tener en cuenta que publicaciones como el iD de Terry Jones o la famosa Emigre de Zuzana Licko y Rudy VanderLans, nacieron como poco más que un fanzine.
tóner, grapas y papel
Otro tema era la distribución. Sin ser conscientes generamos una red de fanzineros entre los que nos intercambiamos nuestras publicaciones. Te pasabas el día en correos enviando y recibiendo cosas en tu «apartado postal». A mi me encantaba ir porque me sentía como si formara parte de algo clandestino. Os aseguro que, por la temática de algunos fanzines que recibía, hoy sería más que clandestino.
La cosa es que empezamos a llegar a acuerdos, yo hacía 10 fotocopias de cada uno que recibía y al mismo tiempo enviaba el mío para que otros hicieran lo mismo. Luego aparecieron los suscriptores. Una tarde al mes me la pasaba en la Bodega Fortuny esperando a «mis clientes», algunos venían a casa a por el mío o a por alguno que distribuía. Los vecinos creyeron que era un dealer. Quizás lo era, pero de tóner, grapas y papel.
Por supuesto, no voy a caer en la ñoñez nostálgica de pensar que ahora, en las redes, con la inmensa cantidad de herramientas a nuestro alcance, no hay nada parecido a un fanzine 2.0. Claro que lo hay, pero varias cosas han cambiado, la idea misma de hacerlo de forma amateur, para un grupo que sabías reducido, la falta de límites morales y autocensura. La corporeidad de las cosas. Aquello físico queda, por algún rincón debo de tener las cajas donde guardo algunos, lo digital es fascinante pero efímero, con dificultad para dejar rastro.
Por eso, a pesar de disfrutar de los blogs, los posts, los tweets, incluso de algún youtuber marciano, echo en falta más fanzines, aunque uno ya no tenga edad para esas cosas.