Desde los inicios de nuestra civilización, imagen y texto no ligan bien. Hoy en las redes sociales seguimos igual.
La civilización occidental está construida sobre dos pilares: la cultura grecorromana y la judeocristiana. La primera se basa en el mito que es la esencia de la narrativa y las creencias. Los relatos mitológicos son cuentos que en algunos casos tomaron formas diversas en los poemas épicos, las tragedias y otros formatos. El mito no es tanto un sistema de valores morales o de personajes ejemplares sino diversos relatos sobre un mismo hecho que pueden variar según el narrador. Heracles tuvo hijos aquí y tantos allá. Edipo acabará errando como capitán ciego acompañado por su hija Antígona en un texto o seguirá reinando en Tebas en otro. Eso no suponía ningún problema porque el mito es anterior a la escritura. Somos nosotros, que comparamos hoy las versiones escritas, a quienes nos inquietan estas incongruencias.
Los mitos clásicos no solo han servido de tema para crear imágenes fijas, sino que siguen siendo la fórmula para explicar historias hoy.
El cine de Hollywood, que se permite hacer tantos remakes y segundas partes de sus éxitos como el público quiera, funciona como el relato mítico. En sus diversas maneras que tiene el cine de explicar la misma historia no importa si aquel personaje ya no está o si aquel otro acaba muerto mientras que la idea del cuento se mantenga. Lo que importa es el viaje, la redención, la tragedia, etc. Es un mundo hecho de imágenes que se transforman. Y las imágenes, recordémoslo, pueden tener diversos significados.
El otro pilar de nuestra cultura es la religión del texto. Las grandes religiones monoteístas, el cristianismo y el islam, tienen como raíz común el judaísmo, que es iconofóbico. El judío es un pueblo que huye de los grandes imperios de Babilonia y Egipto, rico en imágenes opulentas y para venerar. Los judíos puede que, por reacción a estos excesos, harán de la palabra y el texto su referencia ideológica. Las imágenes que crean son a penas ornamentaciones geométricas o algunas formas figurativas aisladas, pero poca cosa. Precisamente con los otros monoteísmos que derivan del pensamiento judío, las religiones abrahámicas o “religiones del libro”, son también culturas del texto y auditivas: el texto se lee, se oye dentro y fuera de la cabeza.
La palabra escrita se estudia en detalle, se aprende de memoria y es la norma indiscutible.
El cristianismo y el islam son también iconofóbicos y así queda escrito en diversos fragmentos de la Torá y después en el Pentateuco: No fabriques ídolos; no te hagas ninguna imagen de lo que hay en el cielo, aquí abajo en la tierra o en las aguas de aquí abajo (Éxodo 20,4 y tres cuartos de lo mismo en Deuteronomio 5, 6-21). Al dios del Antiguo Testamento se le oye pero casi no se le ve nunca.
El cristianismo sin embargo en la práctica acaba dejando de ser una religión monoteísta y adapta muchas formas del politeísmo romano. Hay un gran dios (que iconográficamente no acaba siendo muy importante), diosas, dioses pequeños, dioses secundarios, dioses locales. Santos, apóstoles, discípulos, evangelistas, ángeles, madres de dios, vírgenes de la cueva, de la fuente… santos de la montaña, marítimos, beatos, etc. que llenan el panteón cristiano, cada uno con atributos gráficos propios para ser identificados por los fieles. Esta tentación que la iconoclastia más rigurosa intenta combatir se resuelve en el Segundo Concilio de Nicea celebrado el 787 donde se decide que las imágenes se conviertan en el texto de los iletrados. Más adelante, a partir del concilio de Trento el 1563, en respuesta a la austera Reforma Protestante, se promovió todavía más el uso de las imágenes. En el barroco —el arte de la Contrarreforma Protestante— resurgió la preocupación por la imprecisión del significado de las imágenes. Empezó la tradición de Hieroglyphica de Horapolo, la edición de las colecciones de libros de divisas y emblemas o la más famosa Iconologia de Cesare Ripa que sirvió de referencia durante muchos años.
Así, en el mundo cristiano, mientras que la imagen fue evangelizadora y seductora —la propaganda para convertir creyentes, educarlos y seducirlos—, el texto por su lado siguió siendo la base ideológica de la doctrina. Pero justamente por su precisión, el texto fue motivo de división. El gran cisma que separó las iglesias de Oriente y Occidente arrastraba una disputa litúrgica sobre la expresión “Filioque” (“y del Hijo”) que aparecía en una declaración dogmática de la iglesia de Roma y que redefinía la naturaleza de el Espíritu Santo. Más adelante, las diputas planteadas por Lutero o Calvino tendrán como reclamación seguir más fielmente el texto de la Biblia y no la interpretación que hace Roma.
Las imágenes sugieren, invitan y nos provocan sensaciones que a veces cuesta verbalizar.
Pueden provocar asco, excitar sexualmente, abrirnos el apetito, hacer que compremos, etc. Son modelos a imitar, tendencias, invitaciones. En general son triviales y poco racionales.
Las palabras por su parte nos pueden convencer y hacer pensar. Son más explícitas mientras que las imágenes son más implícitas. Las imágenes nos pueden impulsar a un arrebato pero para enfriarnos nos construimos un discurso, nos hablamos a nosotros mismos. Las palabras son normas, leyes, prohibiciones, instrucciones. Las palabras del médico, del chamán, del juez, del cura o del psicoanalista curan, condenan o perdonan. Las imágenes no.
Hoy, en nuestro teléfono sigue pasando lo mismo.
En Instagram, la red de las imágenes, todo son sugerencias y placer. Podemos responder a las imágenes con algún comentario, pero principalmente lo marcamos con un corazón. Solo podemos amar (o comprar). Nadie se pelea en Instagram.
En el otro extremo tenemos Twitter: peleas, trolls, sarcasmo, reproches y quejas. Retweets, fotos de pantalla de tweets borrados, bromas sobre la ortografía de los otros. Ahora dices eso, pero antes decías esto otro. Texto sobre texto, como gran parte de la literatura.
Lo más normal es que nos quieran contentos (y compranado) en Instagram que no discutiendo (y no comprando) en Twitter.
Actualizado 05/03/2020