Álvaro Pons celebra en esta columna la vida y la obra de Carlos Giménez, el prolífico autor de Paracuellos, los álbumes autobiográficos que también retratan nuestro país.
Que una persona cumpla 80 años siempre es motivo de alegría. En estos tiempos de pandemia, donde cumplir años parece aumentar desproporcionadamente el tamaño de la espada de Damocles que todos llevamos encima desde que nacemos, llegar a eso que llaman «tan provecta edad» tiene que ser una celebración importante sea quien sea la persona.
Pero resulta que el que cumple ocho décadas estos días es, nada más y nada menos, que Carlos Giménez. Y eso añade muchas más razones para la alegría. Giménez no es solo un dibujante de tebeos: es el más grande que ha dado este país. Posiblemente uno de los más grandes que haya dado el cómic en toda su historia.
Y no exagero, de verdad.
Podría respaldar mi afirmación con que, hace escasamente unos días, la revista Rockdelux pedía a más de un centenar de personas del mundo del cómic que votaran por las obras más importantes del cómic español y lideraba el listado Paracuellos. Pero incluso ese argumento se queda corto para entender lo que ha significado Carlos Giménez para el cómic español.
selecciones ilustradas
Formado en la escuela de las agencias, aprendió a dibujar a golpe de pico y pala, realizando obras de encargo, como toda su generación. Pero Carlos Giménez fue siempre un paso más allá: sus tebeos de género siempre fueron diferentes, con un estilo propio que se alejaba del estándar marcado por sus compañeros de Selecciones Ilustradas, la famosa agencia de Josep Toutain para la que trabajaba.
Gringo, Dani Futuro, Delta 99, las obras de Giménez triunfaron y se convirtieron en icónicas a finales de los años 60, pero sus intereses como autor iban por otros derroteros, como demostró en las adaptaciones que hizo de Poe y Bécquer para la revista Trinca. En sus manos, el Miserere se convirtió en un poema visual con una fuerza atronadora, que conseguía que un gélido escalofrío nos invadiera mientras el canto gregoriano machacaba nuestros oídos. He sido fan del cómic de terror toda mi vida, pero creo que esa historieta fue la primera vez que las viñetas realmente me aterraron.
Y no sería la única vez que tuve una experiencia reveladora con Carlos Giménez. Seguro que los muchos lectores y lectoras de Valencia compartirán conmigo la experiencia de ir a leer tebeos a la sala infantil de la Biblioteca del Hospital. Una costumbre sabatina que me permitió descubrir y devorar todas las colecciones de Grijalbo, Junior y Bruguera que atesoraba. Tintín, Astérix, Blueberry, XIII, Mortadelo y Filemón o Iznogud se turnaban en las pilas inmensas que me organizaba en aquellos incomodísimos asientos que tenía la sala. Los problemas vertebrales eran algo tan lejano en el futuro que mi desesperación por leer conseguía que acabase esas columnas trajanas en posiciones dignas de un tratado de traumatología. Pero las acababa…Y acabé con casi todo, oigan, desde las colecciones de B.O. de clásicos americanos hasta las delirantes series de Erich Von Daniken.
paracuellos
Pero al final, solo quedaba por leer una colección: Papel Vivo. Y el primer álbum que leí de la colección fue, lo recuerdo perfectamente, Paracuellos, de Carlos Giménez. Yo debía de tener 13 o 14 años en ese momento, y había casi estrenado la E.G.B. con unos libros de texto que me hablaban de las gloriosas gestas del Caudillo y de cómo el Generalísimo había salvado España del desastre. Un discurso que, recuerdo, era dictado por algunos profesores sin mucho entusiasmo, pero con suficiente contundencia como para creerlo a pies juntillas. Pero lo que contaban esas páginas era otra cosa: hablaban de hambre, de dolor, de miseria, de horror. Unos niños que podía haber sido yo, buscando en la basura comida, obligados a dormir en el cemento, a vivir un infierno. Nunca nadie me había contado eso. Leí luego Barrio y, más tarde España, Una Grande y Libre. Y mi mente de niño explotó para convertirse en adulto.
No sabía lo que era la memoria histórica, ni se había inventado el término, pero Giménez me estaba mostrando una memoria oculta y silenciada.
Me habían mentido, la historia en la que yo creía no era tal. No sabía lo que era la memoria histórica, ni se había inventado el término, pero Giménez me estaba mostrando una memoria oculta y silenciada. Hablé con mis padres, y recuerdo que me recomendaron no hablar de esas cosas, que no se debían preguntar. Luego descubriría lo mucho que había sufrido el franquismo mi familia y por qué era tabú hablar del abuelo y de la Guerra Civil. Pero eso es otra historia.
Pocos saben conectar con el lector y manejarlo a su antojo como Giménez
Carlos Giménez me contó la verdad. La que nadie quería contar: y comencé a seguir todas sus obras. Los primeros números de Comix Internacional con la segunda parte de Paracuellos, las risas con Los Profesionales en Rambla. Yo no había vivido la posguerra, pero gracias a Giménez pude revivirla, sentirla y sufrirla. Emocionarme con las aventuras de sus personajes, llorar de impotencia y reírme a carcajadas. Pocos saben conectar con el lector y manejarlo a su antojo como Giménez: su narrativa es única, conecta instantáneamente con el lector con esos personajes que te mantienen la mirada sin que puedas sostenerla. Te han llegado dentro, al alma, a lo que sea, y te la han agarrado y retorcido para que sientas lo que ellos sienten.
Y ahora cumple 80 años. Y su mensaje sigue siendo necesario e indispensable. Su obra sigue contando la verdad para quien quiera leerla: ha sido el notario de la historia de este país, desde la Guerra Civil hasta hoy, narrando las historias de los que no salen en los relatos oficiales, en los libros de Historia.
Pocos autores llegan a los 80 en activo: Giménez lo ha hecho de una forma sorprendentemente prolífica, manteniendo su compromiso incólume, atreviéndose a hablar del crepúsculo del autor, del final de todas las ficciones. Es hora de que este mundo se dé cuenta de la suerte que tiene de tener un autor como Carlos Giménez.
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Actualizado 09/04/2021