Buñuel y Álvarez Bravo: crónica de una transferencia gráfica y cultural

Dentro de Photoespaña 2019, la Casa de México en Madrid acoge hasta septiembre una exposición sobre el encuentro creativo entre Luis Buñuel y el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo, pope de la imagen fija del siglo XX que empleó a fondo sus retinas para captar escenas de rodaje en la Época de Oro del cine mexicano. Además de inmortalizar momentos únicos de aquella cinematografía, su trabajo tuvo un papel fundamental en el diseño de carteles.

Manuel Álvarez Bravo. Luis Buñuel y el actor Jesús Fernández —quien trabajaba de zapatero en el centro de la Ciudad de México cuando el director lo invitó a participar en la película— preparan una escena de Nazarín, 1958 Colecciones Fotográficas de Fundación Televisa

Que Buñuel es uno de los cineastas más importantes de la historia, ya lo sabíamos. Que formó parte de un momento y un lugar que dejaron en México una estela dorada en los años 40 y 50, también. Él, además, lo hizo forjando su propio sello, con títulos como Los olvidados (1950)Nazarín (1959), en los que supo desmarcarse de los melodramas con sombrero mariachi que llenaban los fotogramas de aquella industria. En esos títulos Buñuel nos dejó la crónica encarnizada de un México nada idílico y un retrato de la sociedad en general lamentablemente vigente hoy.

Pero a este lado del Atlántico no conocíamos, al menos de cerca, el ojo aplicado al cine de uno de los fotógrafos más respetados de América Latina, Manuel Álvarez Bravo.

Cuenta el comisario de la exposición, Héctor Orozco, que Álvarez Bravo intentó por todos los medios ser cineasta, pero la floreciente industria cinematográfica cerraba la entrada, a golpe de sindicato, a quien no se hubiese posicionado a tiempo. Así que tuvo que conformarse con ser un espía en los rodajes, «fotógrafo de fijas», procurando congelar los mejores fotogramas para conectar con ellos obra y público en la fase de promoción.

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En aquella época, la cartelería cinematográfica era un género en sí mismo, una versión estática de las películas que vinculaba al ciudadano medio con mundos imposibles de alcanzar en una vida con muchas menos opciones de escapismo que las que tenemos ahora.

El cartel era la promesa de una huida, de un cambio de piel durante hora y media que ninguna otra forma de ficción podía proporcionar. Las fotografías de Álvarez Bravo, proyectadas para que el aerógrafo reprodujera certeramente las facciones del galán o la diva de turno, centraban la composición de esos carteles pintados a mano en grandes tamaños. También en una cascada de subproductos gráficos que se elaboraban para el estreno: los fotocromos, los programas de mano, los clichés de prensa. En todo eso era crucial la labor de los fotofijas, un caso claro de transferencia creativa que, en el caso de Álvarez Bravo dio lugar, además, a una curiosa paradoja: un cineasta frustrado tuvo un enorme peso en la trascendencia histórica de aquel cine. Como dice Orozco, «menos mal que nunca le dejaron hacer películas».

Esta exposición es posible gracias a la destreza de su comisario hilando los fondos de varios archivos gráficos vinculados al cine, como el de la Filmoteca Española, el del coleccionista Lluis Benejam y, sobre todo, el de la Fundación Televisa, heredero de la recopilación que el propio Álvarez Bravo realizó para reservar su puesto en la posteridad.

Bucear en un archivo gráfico, según cuenta Orozco, puede ser un trabajo infinito, porque en un rodaje había muchas más cámaras y enfoques que los que registran la mera ficción.

«La película es solo la punta del iceberg, hay mil imágenes alrededor de los 24 cuadros por segundo»: las fotos fijas como las que creaba Álvarez Bravo, las imágenes que dejaban los periodistas que visitaban el rodaje o las de los equipos de arte o vestuario en el ejercicio de su trabajo. La exposición combina ejemplos de todo esto con afiches y pressbooks, proporcionando una definida panorámica de aquel momento y aquel lugar irrepetibles.

En el DF de mediados del siglo XX se juntó una intelectualidad refugiada de guerras e intolerancias que sirvió de caldo de cultivo para formas únicas de intercambio. Cuenta Orozco que los grandes muralistas de la época (Rivera, Siqueiros) se mezclaron con los cineastas en cantinas y decorados. También se instalaron en el exilio míticos cartelistas ibéricos como los Renau o Espert, que desarrollaron, como Buñuel, gran parte de su carrera en México. La Época de Oro, según Orozco, fue también fruto de un factor meramente industrial, pues gran parte del desarrollo del sector fue gracias a la demanda de producción de celuloide y maquinaria de cine que los proveedores estadounidenses se vieron obligados a desatender durante la Segunda Guerra Mundial. 

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Según cuenta Orozco, Buñuel era muy apreciado entre los productores por su eficiencia. Quizá por eso le hicieron varios encargos comerciales tras años sin rodar; quizá por eso pudo dirigir dos obras menos complacientes como Los olvidadosNazarín, que le supusieron no pocos problemas en un México dolido por un retrato tan crudo; pero también dos viajes a Cannes con sus respectivos premios (que suavizaron el resquemor). Quizá su paso por México le dio la gasolina necesaria para continuar su carrera hasta su propia época dorada años después. 

La exposición sobre Álvarez Bravo recoge momentos de ese Buñuel trabajador y asertivo comandando a su equipo, escenas técnicas, artísticas, todas de una calidad impecable. Y, algunas con el toque surrealista con el que André Breton, gran amigo de Álvarez Bravo, definía su estilo.

La tradición gráfica alrededor de los rodajes, que con los años y las redes y el exceso de formas de entretenimiento ha perdido parte de su poder de evocación, parece estar resurgiendo; cuenta Orozco que empieza a ser habitual que fotógrafos mexicanos reconocidos sean convocados para crear fotolibros de los rodajes. Es el caso Carlos Somonte en el libro regalo de Roma (Alfonso Cuarón, 2018), con cuyas fotos hizo también una exposición la Casa de México.

Sea como sea, las contaminaciones creativas son siempre productivas, sobre todo en un arte plural como el cine. Gracias al exilio de Buñuel, un personaje de Galdós —Nazarín— recorrió el estado de Morelos en lugar de la Meseta española. Exposiciones como ésta señalan el camino hacia un puente cultural que quizá no valoramos lo suficiente. Los vínculos creativos entre España y México, como los de la fotografía de rodaje y el diseño de carteles, están claramente enraizados. Veamos qué nuevas e interesantes conexiones se generan entre esos extremos tan similares, geniales y distintos a la vez. 

Casa de México

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