«Gallardismo» por Álvaro Pons

Miguel Gallardo, con una curiosidad casi ingenua, volcaba en el dibujo su necesidad de comunicar y expresarse.

¡Qué mal lo han pasado los críticos intentando etiquetar a Miguel Gallardo! La tan asentada manía de etiquetar y crear ismos de supuesta y fundada coherencia chocaba de plano con un creador cuya única máxima a lo largo de su vida era dibujarlo todo. La necesidad de agrupar obligatoriamente bajo supuestas guías invisibles lo convirtió en sus inicios en alma máter de la “línea chunga”, el nombre bajo el que se intentaba dar cobijo a aquellos que no seguían las indicaciones de Hergé de línea clara, concentrados alrededor de la rabiosa diferencia de El Víbora.

El enfrentamiento, que logró ser hasta relevante y mediático aunque no tuviera más consecuencias que las lesiones derivadas del famoso partido de fútbol entre chungueros y clareros, no dejaba de ser paradójico: cierto es que las historietas de Makoki o El niñato que firmaba con Mediavilla eran divertidísimas parodias de esa realidad de una transición recién estrenada en una Barcelona de delincuencia, lumpen, sexo y drogas. Pero ya desde las primeras páginas descubrimos que si bien lo que narraba podía encajar en el adjetivo de “chungo”, difícilmente podía achacársele a la línea de Gallardo.

Miguel Gallardo.

El icónico Makoki es nada más y nada menos que la versión frenopática con bata y cables en la cabeza de Óscar, el amigo de Popeye que creara Segar. Y esa pista nos permite tirar de un hilo que descubre una continua investigación: Gallardo se sumergía en la historia del cómic para ir absorbiendo influencias con una facilidad pasmosa, que irá plasmando en una serie de historias que le llevarán a la práctica de un afortunado pastiche que tendrá en Los sueños del Niñato la apertura de un auténtico y gozoso delirio visual.

De MaCay a la Escuela Bruguera, de los clásicos de Chuck Jones al Hola y Perico Carambola, de Roberto Alcazar y Pedrín a Roberto España y Manolín, no hay límites para una experimentación estética que se cimenta sobre un humor corrosivo que no deja títere con cabeza.

Pero la investigación de Gallardo es generosa: el dibujante crea caminos que deja perfectamente asfaltados para que los demás puedan seguirlos, abre puertas que nunca se cierran, sin pedir nada a cambio más que el instantáneo alivio de su inmensa curiosidad. A mediados de los 90, en plena reconversión de un cómic que buscaba identidades y posibilidades ante las dificultades económicas, vuelve a ir contracorriente de todos con Un largo silencio.

La memoria histórica no era ajena al cómic, ahí estaba Carlos Giménez con más de dos décadas de historietas que conformaron y dieron sentido a ese concepto, pero parecía un espacio reservado prácticamente en exclusiva al magisterio del creador de Paracuellos, en el que casi asustaba entrar. Sin embargo, adaptando los diarios de su padre Gallardo no solo logró uno de los relatos más lúcidos de la guerra civil, sino abrir definitivamente un camino que luego sería seguido por muchos más. 

Pero el espíritu de Miguel Gallardo no era el de un aguerrido explorador que hiciera honor a su apellido: su búsqueda nacía de una curiosidad casi ingenua, incansable y abierta, que volcaba en el dibujo una pasión vitalista, una necesidad de comunicar y expresarse usando lo que mejor sabía hacer. Y así, su trazo fue haciéndose cada vez más orgánico, más sencillo, más natural, buscando en la espontaneidad un camino que le permitiera contar con la misma facilidad con la que se tomaba una caña con un amigo.  

Sin perder ni un ápice de su personalidad labrada en una estética que llevó sus ilustraciones a las páginas de las revistas más reconocidas, pero abriendo un espacio que le permitiera un relato personal e íntimo. María y yo necesitaba ese estilo, esa sencillez que se traduce en sinceridad a borbotones para contar a los demás lo que era tener una hija autista.

Sin drama ni estridencias, sin traumas ni catarsis, simplemente el relato de la relación con María, de su cotidianeidad, desmontando con la realidad los mitos del autismo pero sin triunfalismos ni mentiras, contando los miedos, los buenos y los malos momentos.

Coincidió en el tiempo con el Arrugas de Paco Roca, logrando que ambas obras fueran la exitosa puerta de entrada en nuestro país de la medicina gráfica.

De nuevo, pionero sin proponérselo, solo buscando cómo contar lo que sentía para que otros supieran qué es el autismo, y descubriendo que esa manera de dibujar sin pensar era la etiqueta perfecta de sus dibujos en las entonces incipientes redes sociales.

La actividad del “Capitán Gallardo”, el nombre que decidió poner a su perfil de Instagram, fue un reflejo de su reflexión sobre lo cotidiano, de esa honestidad aplastante de quien mira sin juzgar, solo preguntándose.

Y durante unos años, los dibujos de Gallardo se convirtieron en compañía cercana y diaria, en editoriales de vida en los que un día presentó al boniato, el glioma que le fue detectado en 2020.

En apenas unos meses, una pandemia llegó al mundo y un tumor a su vida, quizás razones más que sobradas para que cualquiera se hundiera, pero para Gallardo fueron acicates para seguir dibujando sus sensaciones y sentimientos, para seguir creando impulsivamente y trasladar a los lectores lo que le salía de dentro.

Tras el primer combate victorioso, recopiló su experiencia en Algo extraño me pasó camino de casa, un testimonio nacido de las vísceras, que hablaba de la muerte, del miedo, de la confianza en la medicina, de la amistad y del amor sin perder nunca el sentido del humor.

Pero, durante el último año, desde las redes nos fue contando que el boniato se resistía a dejar su cabeza, que volvía y volvía a martirizarle. Y nos contaba igual la lucha, la resistencia…Hasta que hace unos meses el Miguelito dibujado nos anunciaba que se iba a la Luna, que de mayor sería astronauta, que ya estaba en la Luna.

En ese momento no quisimos entender que era el anuncio de que el pérfido boniato le había ganado la partida a su cuerpo, pero lo que si comprendemos ahora es que nunca sojuzgó su mente. Que pese a invadir su cerebro, sus pensamientos nunca abandonaron esa mirada ingenua y curiosa al mundo, incluso hacia ese incómodo pasajero que le acompañaba.

Gallardo está ahora en una luna, quién sabe cuál, pero seguro que estará dibujándola de arriba abajo, cambiándola, preguntando y riendo.

Salir de la versión móvil