Además de su prolífica producción de carteles políticos, Cuba fue también el terreno de la creación de una escuela de carteles cinematográficos. Moldeado a la vez por el apoyo institucional posrevolucionario y la limitación de materiales gráficos en la isla, los diseñadores cubanos crearon un lenguaje singular, luciendo una libertad creativa que contrasta con la normalización del género en los Estados Unidos.
Al igual que para su homólogo polaco, los años 60, vieron nacer en Cuba un diseño de cartel vanguardista sin precedente. En el libro Soy Cuba, el cartel de cine en Cuba después de la revolución, el autor y crítico Estadounidense Steven Heller escribe, «el estilo gráfico cubano irradia un fuerte sentido de libertad individual». Lejos del realismo socialista que dominaba la comunicación visual de los países pro-soviéticos de la época, los cartelistas insulares desarrollan un vocabulario gráfico contemporáneo. «Muchos podrían haberse diseñado ayer o hoy o incluso en un futuro», agrega Heller.
En la otra extremidad del paisaje gráfico, la libertad singular de los diseñadores cubanos se opone al diseño calibrado de Hollywood.
«Resulta paradójica la libertad que existía en Cuba para producir carteles (…) si la comparamos con la rigidez de los clichés dictados por Hollywood, porque implica que la libertad creativa y estilística tenía más apoyo en un régimen dictatorial (…) que en la industria cinematográfica», observa Steven Heller.
Detrás de esta efervescencia gráfica, encontramos el Instituto Cubano de Arte y de la Industria Cinematográfica (ICAIC). Creado bajo la iniciativa del gobierno pocos meses después de la revolución en 1959. El rol del ICAIC consistía en llevar el cine nacional e internacional a la población cubana mediante los cines móviles.
Así, a diferencia de su vecino estadounidense, el diseño de cartel cubano no está determinado por criterios de marketing, que requieren la aparición de los actores estrellas de la película en fotogramas o el predominio tipográfico. En consecuencia, los diseñadores cubanos usan el cartel como soporte de experimentación gráfica. «Comenzaron a apartarse poco a poco de los códigos visuales de la década de los cincuenta para encontrar en el cartel de cine la posibilidad de realizar un diseño diferente», comenta Carole Goodman co-autora de Soy Cuba.
El cartel cubano es minimalista. La información se limita al título y a los créditos principales. A la figuración publicitaria se prefiere la metáfora visual.
Steven Heller observa, «se empezó a desarrollar un lenguaje visual que requería la interpretación del público». Un diseño menos enfocado en vender que en interactuar con su audiencia. El autor norteamericano agrega, «logran capturar la mirada tanto por su expresividad como por su capacidad para inducir a la reflexión».
Después de ver la película, los cartelistas presentaban al ICAIC varios bocetos coloridos de pequeño formato. El diseño aprobado se ampliaba a un formato estándar de 51 x 76 cm y se imprimía en los talleres de serigrafía del Instituto. La técnica de impresión artesanal establecida en la isla desde 1940 aparece como una excepción frente a la impresión offset que dominaba el mercado en el resto del mundo. Así, entre 1959 y 2009 se creó aproximadamente 1.700 diseños de carteles serigrafiados.
«En Cuba la serigrafía se ha convertido en sello distintivo de expresión y el cartel en su medio de expresión por excelencia», comenta Carole Goodman.
El bloqueo económico de la isla a partir de los años 60, seguido en 1990, de una crisis causada por la disolución del bloque soviético, principal aliado económico de la isla, provoco una escasez continua de materiales, que obligó los diseñadores cubanos a volverse más ingeniosos y creativos. «Empezaron a tomar sus propias fotografías a crear sus propias ilustraciones y a utilizar la tipografía como imagen», comenta Carole Goodman. Así, las limitaciones técnicas participaron a inscribir un enfoque estético economista y a preservar el proceso artesanal de impresión que define el estilo gráfico cubano hoy en día.
Desde fuera, las escuelas de diseño polacas y rusas, frecuentadas por varios cartelistas cubanos a partir de los sesenta, impregnaron el estilo gráfico de la isla. Carole Goodman explica, «el diseño gráfico viró hacia una utilización más simbólica de la imagen y composiciones más gráficas. Había menos elementos en la composición. Los espacios que rodeaban la imagen y el texto hacían que el espectador concentrará su atención en la imagen y su significado». Por su lado Steven Heller identifica en los carteles cubanos, la influencia del minimalismo expresionista de Saul Bass, diseñador gráfico estadounidense pionero en el diseño de créditos de películas.
Pero el cartel cinematográfico cubano se apropió también otras tendencias estéticas como el Pop Art (La ley del sobreviviente, Juego de masacre), Op Art (Tengo veinte años, Misión secreta) o el Psicodelismo (Moby Dick, El samurái), lo cual se ve reflejado en la dominación de colores planos muy saturados. Se inspiraron del Art Déco (El extraño caso de Rachel K) o incluso del Art Nouveau (Acacias rojas). Una riqueza gráfica impulsada por diseñadores como Eduardo Muñoz Bachs, Alfredo Rostgaard, René Azcuy, Ñiko o Fernández Reboiro solo por mencionar algunos, y que marca el periodo de oro del cartel cubano (1965-1975).
Ese legado dejado por los diseñadores del ICAIC logró no solamente atraer el interés internacional, sino dejar un legado a la nueva generación de diseñadores cubanos, como Giselle Monzón Nelson Ponce Michele Jollands, que perpetúan la tradición del cartel de cine serigrafiado en Cuba.