Que vivimos una época dorada del fanzine es una afirmación inapelable. El “DIY” ha vuelto con un fuerza incontenible, olvidando las tijeras y el celo de antaño para apoyarse en las nuevas tecnologías para descubrir posibilidades inéditas o recuperar las texturas y aromas de la fotocopia.
Los fanzines apuestan por una desvergonzada indagación en las posibilidades del medio, rompiendo prejuicios sin piedad, atreviéndose a cruzar cualquier línea roja impuesta.
género en ebullición
Algunos ejemplos pueden ser Tri-At-Lón, de Marta Cartú, que juega con el formato de fanzine fotocopiado clásico enmarcado en una portada mucho más pequeña, aguantadas por una gruesa goma que parece anunciar un juego de intenciones imposibles, de ambiciones incumplidas. El deporte y una flor se mueven en paralelo, los discursos del esfuerzo y la competitividad resultan inútiles y vacíos, derrotados frente a la lenta y segura tozudez de la naturaleza. Cartú crea un diálogo de forma y fondo, de imágenes que muestran decepciones frente a la sencilla hermosura de una flor, que obligan al lector a una profunda reflexión.
Naguará recopilatorio, de Natalia Velarde, recoge diferentes historias creadas por la autora durante 2019 y 2020. Historias cortas que coinciden en una potente concepción de la imagen, agresiva y visceral, de potentes paletas cromáticas que potencian simbolismos y metáforas visuales en continuo movimiento, expresividad salvaje para hablar de dolores escondidos, de miedos íntimos, de inseguridades reveladas.
la risografía
La risografía y el plástico generan texturas nostálgicas en La villa luminosa, de Ana Galvañ, María Ramos, Pepa Prieto Puy y Elis Victoria. Una obra poliédrica que conecta la añoranza de los juguetes que llenaban los anuncios televisivos en la época navideña con la serie Z más salvaje y gamberra. Por un momento, las pegadizas canciones que transformaban ingenuos pareados en machaconas melodías de consumo desaforado se convierten en aterradoras sintonías de puro gore. La candidez de las muñecas que ilusionaban a las niñas resulta esconder historias desasosegantes, perturbadoras, envueltas en alegres paletas de colores pastel y trazos de apariencia infantil e inocente. El recuerdo evocador como Caballo de Troya de puro combustible para una explosión neuronal descontrolada.
Los fanzines cuestionan la supuesta naturaleza narrativa de la historieta abrazando una abstracción que busca ritmos internos propios, narraciones que no cuentan historias sino que establecen sinuosos caminos de evocación de sensaciones visuales. Como un verde, libro verde, de Julia Huete propone eso; toma objetos y los descompone, creando ilusiones de realidad. Una silla es un simple objeto que comienza a metamorfosearse, a perder su realidad para convertirse en una idea, en un concepto. En una fuerza de la naturaleza basada en el color y la línea, en los elementos básicos que nuestra visión es capaz de procesar. Y, de ahí, se genera un discurso que conecta al lector con sensaciones y emociones puras. Una exposición que se transforma en libro, un libro que se transforma en exposición, una conexión directa que se apoya en la poesía de Miguel Hernández para crear sus propios versos visuales.
colores, formas y líneas
Flirteos con la abstracción que son la base de Sopapo, de Óscar Raña y Cinthya Alfonso, que presentan extraños personajes de dos dimensiones perdidos en entornos imposibles tridimensionales de coléricos cromatismos. Una cacofonía visual que esconde una búsqueda de llaves que recuerda a los videojuegos de 8 bits, a esos laberintos infinitos que se recorrían con apenas cuatro colores puros y melodías chirriantes y repetitivas, de los que se debía salir a sopapo limpio. Todo trasladado a un espacio onírico de formas y líneas, de volúmenes inexplicables, de perspectivas imposibles, abstracción simulada en la que reconocemos formas y acciones, pero que nos deja en el extraño limbo de desconcierto que obliga a dejarse llevar por las sensaciones.